Revista de Filosofía y Teoría Política, 2002, nº 34, p. 317-323. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía.

Ponencia/Congress paper

Interpretación y disidencia: Una indiscreción hobbesiana sobre la teoría política de Locke

María Yamile Socolovsky


John Locke ha sido consagrado como uno de los precursores del pensamiento liberal. Sugeriré aquí el modo en que, a través del uso -aún vigente- de la estrategia contractualista de fundamentación del orden político, se generan ciertos "efectos de ocultamiento". Para ello acudiré a algunos indicios proporcionados por Thomas Hobbes, cuya concepción de la relación entre derecho y poder será iluminadora al modo de una advertencia.

La fundamentación del orden político se despliega en la teoría de Locke a partir de la postulación de dos nociones centrales: la del estado de naturaleza y la de la ley que lo gobierna. Ellas constituyen la base sobre la cual se levanta la idea de un contrato fundacional del estado político.

En el estado de naturaleza los hombres se encuentran en una condición de perfecta libertad e igualdad; es decir, no hay entre ellos relaciones de autoridad que permitan a unos condicionar la conducta de otros o interferir en la persecución de sus fines, estando todos ellos igualmente subordinados a la Ley de la Naturaleza que manda que "[...] siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones. [...].".1

Esta universal sujeción a la Ley de Naturaleza no lesiona aquella libertad originaria; al contrario - según Locke - la hace posible. La libertad no consiste en que cada uno haga lo que quiera, sino en la independencia frente a la imposición de la voluntad de otros, y el único modo en que puede armonizarse la persecución de los fines individuales es por la presencia de una norma ordenadora que por su origen (la voluntad de Dios) resulte externa a los intereses particulares que sin ella entrarían en conflicto.

Este estado, según sostiene insistentemente Locke, no es un estado de guerra; no puede asimilarse a aquella condición que se origina cuando alguien viola la Ley Natural y se expone con ello al castigo por parte de los otros hombres. Uno difiere de otro tanto como "[...] un estado de paz, buena voluntad, asistencia mutua y preservación respecto de un estado de enemistad, malicia, violencia y destrucción mutua. El estado de naturaleza es propiamente aquel en el cual los hombres viven juntos de acuerdo con la razón, sin un superior común en la tierra con autoridad para juzgar entre ellos. [...]".2

Sin embargo los individuos procurarán salir de su condición natural en la medida en que la guerra se erige como una amenaza que en este estado resulta incontenible. El estado de guerra es, en verdad, siempre una amenaza para la convivencia entre los hombres. Pero en el estado de naturaleza, una vez que la transgresión a la Ley Natural ha dado paso a la guerra, ella seguramente continuará y se extenderá. Esto se debe a que los hombres carecen, en estado de naturaleza, de un juez común a quien apelar para resolver sus conflictos, con poder suficiente para hacer valer sus determinaciones.

También falta en el estado de naturaleza una ley establecida y suficientemente conocida que sirva de medida común para determinar en cada caso qué es lo correcto y lo incorrecto. La Ley Natural, entonces, requiere ser traducida en estipulaciones positivas que sean fácilmente conocidas por todos de una manera uniforme. Aquella norma, explica Locke, es conocida por los hombres a partir de un ejercicio combinado de sus sentidos y su razón, que los conduce de la percepción del orden y grandeza del universo a la comprensión de la existencia de un creador con autoridad legislativa sobre sus criaturas. En principio, todos los seres racionales pueden acceder al conocimiento de esta ley; sin embargo no todos lo logran efectivamente. En parte, por cierta incapacidad para hacer uso adecuado de las facultades de que disponen, pero especialmente por la distorsión que genera en su comprensión racional la perniciosa influencia de las pasiones.

Finalmente, entonces, desde su posición de plena libertad e igualdad, y bajo la amenaza de los males de la guerra que es necesario evitar, los hombres acordarán su ingreso en un estado político a través de la institución de una autoridad común que vendrá reparar las carencias del estado de naturaleza, haciendo - ahora sí -posible la plena vigencia del orden definido por la Ley Natural, recuperado en el orden civil. El contrato representa el acto por el cual los hombres consienten subordinarse a una instancia que se constituye así como la requerida autoridad común, transfiriéndole su natural derecho de interpretar y ejecutar la ley.

Como estos hombres realizan su acuerdo con el fin de establecer las condiciones que mejor les permitirían disfrutar de su derecho a dirigir sus acciones y preservar su propiedad (en sentido amplio: libertad, vida y posesiones), la autoridad se halla desde el inicio limitada por esta finalidad, y el estado político deberá organizarse de modo de reparar artificialmente las carencias naturales que obstaculizaban ese objetivo.

Podemos ver que la noción del Estado de Naturaleza proporciona el basamento normativo del subsiguiente estado político: la ley civil encuentra el fundamento de su obligatoriedad en la Ley de Naturaleza, y no pretende ser más que la especificación y explicitación de la norma fundamental que sigue actuando como límite extrapolítico. El estado de guerra sólo interviene en esta argumentación señalando la necesidad de la salida del estado natural. En otros términos: la guerra (o, más ampliamente, el conflicto) no aparece aquí como constituyente de lo político. Reducida a una sombría amenaza, la guerra no es vista como una etapa previa al pacto que de algún modo lo condicione, y éste puede ser pensado entonces como un acuerdo entre seres racionales, libres e iguales, entre los cuales ningún desequilibrio de hecho producido en sus cuotas de poder establece ninguna diferencia significativa de ventajas.

Que la diferencia existe es evidente, porque la igualdad que Locke atribuye a los contratantes es meramente formal. Baste recordar que la introducción del dinero como valor de cambio y base de la acumulación de bienes ha permitido ya, antes del momento contractual, que se generen importantes desigualdades entre los hombres a partir de la apropiación privada ilimitada que Locke intenta justificar aún dentro de (contra, según mi opinión) los límites impuestos por la Ley Natural. La irrupción del dinero y la forma de apropiación que éste habilita da curso al desenfreno de cierta pasión acumulativa de los individuos, y señala el punto a partir del cual la búsqueda del interés propio se separa de (y puede colisionar con) el derecho. La explicación lockeana del origen de la apropiación ilimitada permite ver en el mismísimo estado de naturaleza el desarrollo de una competencia que coloca a los individuos bajo relaciones asimétricas. Sin embargo, los concurrentes al pacto parecen dejar la preocupación por su bolsa, sus intereses, y las ventajas que su adquisición pueda haberles conferido, fuera del foro en el que podríamos imaginarlos resolviendo su futuro político.

La preocupación de Locke por diferenciar el estado de naturaleza del estado de guerra tiene un trasfondo polémico: Hobbes identificó claramente la condición natural de la humanidad con una situación de guerra de todos contra todos.

En el esquema hobbesiano no hay, en sentido estricto, ninguna ley natural ni derecho que de ella pudiera derivarse. Los hombres tienen, naturalmente, el "derecho " de hacer todo lo que consideren necesario para preservar su vida, su integridad y los medios para defenderla. Pero un derecho universal a todo, que no representa un límite para nadie, es un derecho a nada y en verdad no es un derecho. La autopreservación no es otra cosa que una inclinación que en todos los cuerpos naturales se manifiesta como tendencia a conservar el propio movimiento. No hay aquí un orden moral originario, sino un orden mecánico-natural del cual el hombre participa.

Desde esta situación, en la cual la vida del hombre es - como se sabe - "brutal y breve", los individuos llegan a comprender la necesidad de establecer un pacto movidos por el temor y guiados por la razón. Una razón netamente instrumental, que no porta ningún mandato sustantivo que pudiera reclamar un origen extrahumano. La llamada primera "ley de naturaleza", que "ordena" a los hombres hacer la paz, no es más que un precepto prudencial que indica la forma general de evitación de la muerte.

No encontramos en Hobbes, entonces, una Ley Natural en sentido lockeano. Y no podría haberla, porque - según Hobbes - no hay ley en tanto no hay un poder que la enuncie y la respalde. Será quien detente el poder político el fundador de toda legalidad. Más aún, el soberano define el lenguaje mismo de la política: si en el estado de naturaleza los hombres discrepan en cuanto al "nombre de las cosas": lo correcto, lo bueno, la virtud, lo mucho y lo poco, y abonan así el conflicto generalizado, la pacificación exige el establecimiento de una "medida común". Pero no habiendo algo en la naturaleza misma de las cosas que determine la rectitud de la razón en relación con ellas, la definición de la verdad queda en manos (en boca) del poder. "[...] visto que la recta razón no existe, la razón de algún hombre, o de algunos, debe ocupar su lugar; y ese hombre - o esos hombres - es aquél - o aquellos - que posee el poder soberano [...]".3

Hobbes, quien niega toda pretensión de que exista una jerarquía natural por la cual unos hombres tengan derecho a gobernar a otros, ve en el establecimiento del estado político la introducción de una desigualdad artificial que irrumpe y ordena el caos generalizado que inevitablemente produce la igualdad natural entre los hombres (en definitiva, una igual capacidad de estorbarse mutuamente y, finalmente, igual inseguridad). La desigualdad es el signo que identifica a quien de algún modo ha sido capaz de unificar bajo la propia, subordinándolas, las voluntades de los individuos que de otro modo serían mera multitud (en guerra), transformando así una situación en la que múltiples centros potenciales de poder confrontan irregular y contínuamente en un estado en el cual la guerra se ha suspendido en torno a un único polo que concentra el temor y monopoliza el ejercicio de la capacidad deliberativa (no simplemente de la fuerza).

El soberano hobbesiano no se presenta como guardián de una Ley Natural, sino del orden. Es su capacidad de establecer y preservar un orden la que le permite definir en general todo el universo de los significados políticos.

El establecimiento de un lenguaje político común aparece como un factor fundamental para la estabilidad de la sociedad política, siendo él mismo una adquisición precaria, sujeta a las viscicitudes del poder que lo enuncia para ampararse luego en su verdad. En este sentido, la rebelión será un desafío a los significados establecidos que implica inmediatamente una lesión de una relación política concebida en términos de subordinación.

Si esta determinación es asumida por Hobbes como una tarea política, Locke deja el trabajo en manos de Dios, oscureciendo tras esa (Su) voluntad insospechable el momento de la clausura de los significados.

Si la arbitrariedad del soberano hobbesiano resulta manifiesta, el de Locke está, en cambio y en principio, limitado por la Ley Natural. Tiene, es cierto, el privilegio interpretativo de una norma que, sin embargo, no procede de su voluntad sino de la de Dios. Pero tampoco este soberano ha llegado a serlo por la posesión de alguna virtud natural que lo coloque por sobre sus súbditos, o ajeno a los intereses particulares que debe regular. Y nada garantiza que su razón no sea más que una razón privada, tan falible y parcial como cualquiera. Por supuesto, Locke admite la posibilidad del abuso del poder por parte del Legislativo y/o Ejecutivo, y reconoce un derecho de rebelión en estos casos. Pero la rebelión, que -confía Locke- no se produce hasta que una porción suficientemente extensa acumule largamente su descontento, es también (no sólo) un conflicto interpretativo sobre los términos en que se define la legitimidad del poder; conflicto que ya está planteado en cuanto un sólo súbdito cuestione (aún internamente) a la autoridad establecida. La disidencia pone de manifiesto el fundamento fáctico del poder que define al derecho. Porque desde el momento en que un individuo juzga al soberano como transgresor a la Ley Natural, se encuentra en situación de guerra con él, y percibe su autoridad como ilegítima y exclusivamente basada en la fuerza. Si además de efectuar su juicio, lo pronuncia o actúa en consecuencia, sabrá que él mismo se ha convertido en enemigo, y que quien define los límites entre la política y la guerra es el que ha ganado la última batalla. Al menos hasta que la apelación a los Cielos obtenga su respuesta. Pero para eso - querrá creer nuestro disidente - aún falta demasiado.

Bibliografía

Locke, J., (1963), Two Treatises of Civil Government, Cambridge, Cambridge University Press, Ed: Peter Laslett

Locke, J., (1963), A Letter concerning Toleration, The Hague, Martins Nijhoff, Ed: Mario Montuori

Locke, J., (1958), Essays on the Law of Nature, Oxford, Clarendon Press, Ed: W. von Leyden

Hobbes, T.,(1989), Leviatán, Madrid, Ed. Alianza, (Trad: Carlos Mellizo)

Hobbes, T.,(1969), The Elements of Law, New York, Barnes and Noble, Ed: Ferdinand Tonnies

Sabine, G; (1996), Historia de la Teoría Política, México, FCE. Wolin, S.,(1993), Política y perspectiva. Continuidad y cambio en El pensamiento político occidental, Bs. As., Amorrortu Ed.

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1. Locke, ST, II, #6

2. Locke, ST, III, #19

3. Hobbes, EL, II, 10, #8, pg. 188

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