Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP
Resumen
Este trabajo pretende echar cierta luz sobre el papel del miedo en el pensamiento
político de Hobbes. Sabido es que esta pasión subyace al contrato
social, en el sentido de que impulsa al hombre a abandonar el estado de naturaleza
a fin de encontrar seguridad y de deshacerse de la amenaza de la muerte violenta.
Teniendo en cuenta que el miedo y la muerte son inseparables en la filosofía
de Hobbes, surge una pregunta fundamental: ¿hasta qué punto podemos
decir que el miedo desaparece completamente después del contrato social?
En Hobbes, el miedo parecería ser una característica intrínseca
del hombre.
Abstract
This work intend to draw some light upon the role of fear in Hobbes's political
thought. It's known that this passion underlies the social contract, in the
sense that it drives man to leave the state of nature in order to find security,
and also to get rid of the menace of violent death. Taking into account that
fear and death are inseparable in Hobbes's philosophy, a fundamental question
arises: to what extent can we say that fear vanishes completely after social
contract? In Hobbes, fear seems to be an intrinsical feature of men.
Qué fácil
es, aún para el más débil, matar al más
fuerte 1
Por lo tanto, toda
sociedad es para beneficio o para gloria 2
Hobbes dedica la primera parte del Leviatán a un estudio de las pasiones humanas. Me demoraré en el análisis de una de ellas: el temor o miedo (fear). Esta elección no requiere mayores justificativos. El papel que juega el temor en la filosofía política de Hobbes es harto conocido, a saber, el de operar el tránsito del estado de naturaleza al estado civil. Para despojarnos de ese huésped molesto renunciamos al derecho natural a todas las cosas. Preferimos la égida de una vida segura en la que sabemos de antemano que no podremos tener todo lo que deseemos, pero en la que nadie tendrá el derecho de lastimarnos. Podré desear los bienes ajenos, mas ya no podré apropiármelos sin recibir un castigo; esta renuncia antinatural, habida cuenta de que la naturaleza le ha dado todo a todos los hombres, se equilibra, empero, con el hecho de que nadie podrá usurpar los míos. Por primera vez cobran significado los enunciados que incluyen los pronombres posesivos mío y tuyo. En el estado de naturaleza esos términos remiten a una mero estado de hecho: algo es mío solo por el tiempo en que pueda conservarlo; desde el momento en que alguien me priva de ello deja de pertenecerme. Sólo en la sociedad civil podré alegar que lo perdido me pertenece, con todo, por derecho. De la sociedad civil, i.e., del contrato social, emana la posibilidad de estatuir una legitimidad fundada en el deber ser. A partir de ella es dable disociar lo fáctico de lo legitimo. La Sociedad civil introduce las primeras diferencias entre los hombres, por naturaleza iguales.
La idea del contrato social no debe ser interpretada en términos históricos. No es cronológica sino lógicamente anterior a la sociedad. No pretende postular, pues, un hecho pretérito, sino que configura un mero artificio heurístico, una hipótesis explicativa: no pertenece al orden de los hechos sino al del pensar. Por ello no hay lugar para la pregunta, tan frecuente como ociosa, de si alguna vez acaeció algo semejante a un pacto originario entre los hombres. Apunta a señalar las consecuencias de una disolución de los vínculos sociales y de una posible desobediencia civil. En otras palabras, refiere cómo sería la convivencia una vez desvanecidas las condiciones mínimas de sociabilidad y coexistencia. Esta situación nos es otra que la anarquía, la peor de las enfermedades del cuerpo social, el peor de los males posibles. Los fabricantes de utopías sociales como Platón, San Agustín, Thomas Moro presentaron un (meta)fin regulador para modelar la sociedad; Hobbes obró inversamente; indicó lo que debía evitarse a toda costa. Los detalles de una futura sociedad perfecta no eran, para él, más que los galimatías de una inteligencia ociosa, los vanos intentos de anular el deseo humano.
¿Qué entiende Hobbes por miedo? Una primera respuesta la podemos encontrar en el Leviatán, donde está escrito que el miedo es "una aversión con la opinión de daño por parte del objeto".3 Dentro de la terminología de Hobbes, una aversión (aversion) es un conato o esfuerzo (endeavour) por apartarnos de algo; es un movimiento de re-pliegue, de refugio o ensimismamiento. Aquello que produce la aversión es, para quien así lo siente, displacentero y, por ello, malo. En general, una aversión suele estar acompañada de odio al objeto que la produce. Los opuestos a la aversión, al displacer, al mal y al odio son, respectivamente, el apetito, el placer, el bien y el amor. El apetito, contrariamente a la aversión, es un movimiento de escape, de des-pliegue hacia lo ajeno, hacia la alteridad. Tiene un sentido que podríamos llamar centrífugo. Todos estos términos, en estado de naturaleza, remiten a un sujeto particular, es decir, lo que cada cual siente como bueno o malo, placentero o displacentero no puede hacerse extensivo a los demás. El mundo práctico en el estado natural se resiste a ser valorado moralmente; las acciones en él son amorales y a-legales. Una vez en la sociedad civil, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo honesto y lo deshonesto cobran la objetividad que de suyo no poseen; previamente a la ley civil, nos asegura Hobbes "nadie puede discernir la recta razón de la falsa".4 Aunque la naturaleza no está investida de valor no podemos apresurarnos a colegir, con todo, que la ley carezca de objetividad. Todo lo contrario; ante ella Hobbes no contempla más que la obediencia. Lo bueno y lo malo devienen absolutos por una decisión soberana, vale decir, quedan, por efecto de esa decisión, absueltos de los pareceres individuales. Pactamos para establecer lo que la naturaleza no nos dio. A partir de ese entonces cesan las instancias de cuestionamiento. El soberano desde ese momento puede hacerse de la prescripción divina que reza, "no comerás del árbol del bien y del mal".5 En el estado pre-civil el relativismo es absoluto. Luego del pacto, lo relativo deviene dogmáticamente inescrutable, no porque haya un individuo al modo del filósofo-rey de Platón que tenga un acceso privilegiado a un determinado criterio moral (la idea del Bien), sino simplemente por una adjudicación de autoridad a un tercero, adjudicación que nunca pretende reconocer un saber especial en la persona investida con la soberanía (Esta escisión entre saber y autoridad es, quizás, el punto que más diferencia a Hobbes de Platón).6
Regresemos, luego de esta breve digresión, a la definición del miedo. Recuperemos de ella la idea de que el temor surge ante la posibilidad de ser lastimado, ante la sospecha de un posible daño corporal. Sin embargo, ese miedo no se limita, como aclara Hobbes en el primer capítulo de Concerning Government and Society, al simple hecho de estar asustado (to be affrighted); es, antes bien, "una cierta previsión de un mal futuro";7 es decir, el miedo es, esencialmente, desconfianza, cautela, precaución; el otro acecha, homo hominis lupus; tal vez sólo tenga buenas intenciones; no lo sé, no puedo saberlo; el hombre no es diáfano, no se revela tal cual es; debo entonces estar preparado, menester es que me defienda. Puedo esperar el ataque y sólo reaccionar; o puedo adelantarme y atacar primero. Lo que me está vedado es no utilizar todos los medios a mi alcance para conservar mi vida. Pero también el otro me mira con recelo; no sabe lo que me propongo. La vida se asemeja a un drama en el que cada cual conoce su libreto, pero no el ajeno. La existencia tiene la forma de lo incierto, la inseguridad es la regla.
Siempre se podrá alegar que hay un exceso de paranoia en una visión semejante de las relaciones humanas. Quizás sea así. Lo importante es que si uno coincide con Hobbes en esta mirada, no puede más que reconocer que un estado tal es oprobioso, atroz y que se impone una superación del mismo. El estado de naturaleza nos es adverso, hostil. Ni siquiera el más fuerte de los hombres está seguro; todos corremos el albur de morir violentamente; a todos nos puede tocar la suerte de Urano, el más poderoso de los dioses, castrado y derrocado por la maquinación de su esposa y de sus hijos.
Hasta aquí, la situación que el miedo genera. Consignemos ahora cuáles son, según Hobbes, las causas que lo producen.
Éstas hay que buscarlas, de un lado, en la tendencia natural de los hombres a agredirse y, de otro, en la igualdad entre ellos en el estado de naturaleza. Acerca de lo primero baste con lo dicho sobre la situación de indefensión natural en la que el hombre se encuentra y que lo lleva a tener al otro como enemigo antes que como colaborador.
Con respecto a lo segundo es pertinente traer a colación un pasaje esclarecedor de la ya citada obra de Hobbes. Leemos ahí que "son iguales aquellos que pueden hacerse mutuamente las mismas cosas, y aquellos que pueden hacer lo más desmesurado, a saber, matar, pueden hacer las mismas cosas".8
La igualdad estriba en la capacidad equivalente de agresión que se da entre los hombres, en la susceptibilidad de ser cualesquiera de los hombres víctima de los mismos actos. Es la vulnerabilidad lo que iguala a los hombres. De aquí se sigue que nadie puede considerarse superior por naturaleza a lo demás. Ya hemos señalado esta condición de potenciales víctimas del prójimo de la que nadie puede escapar. Rescatemos la idea de que en virtud de la equipotencia de los contrincantes, la guerra de todos contra todos no tendrá jamás fin; toda victoria es parcial, momentánea: "En tal condición no hay lugar para la industria, pues los productos de la misma son inseguros y, consecuentemente, ni cultivo de la tierra, ni navegación ni disponibilidad de las comodidades importables por mar; tampoco edificaciones cómodas, ni instrumentos para mover y remover cosas que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la superficie de la tierra, ni cálculo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y, lo que es peor de todo, miedo continuo y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre, solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta".9
La salida de este estado de incertidumbre exige resignar ciertos beneficios inmediatos en aras de otros futuros. Como dijimos, limitamos nuestra ilimitada libertad natural a condición de que los demás hagan lo mismo.
Ahora bien, es un hecho que cada hombre desea o apetece lo que es bueno para él: "el objeto de los actos voluntarios de cada hombre es algún bien".1 0 Por ende, nadie puede desear permanecer en el estado de naturaleza, pues constituye sin duda el peor de los males posibles. Podríamos parafrasear esto de la siguiente manera: ante la disyuntiva de tener que elegir entre dos posibilidades, siendo una de ellas la muerte violenta, nadie, en su sano juicio, podrá optar por ella; entre dos males, el hombre elegirá siempre el menos perjudicial. Y nada hay peor que la anarquía, la guerra interna o externa y la muerte. La sociedad civil se funda en un cálculo, en un computo de utilidades. La búsqueda que la justifica es la de una quietud, la de una serenidad humánamente tolerable. El miedo a la violencia, al dolor, a la muerte que nada sabe de prebendas, es el impulso hacia ese sosiego, hacia ese remanso artificial. El hombre que pensó Hobbes busca, con un fervor casi religioso, la seguridad, la protección del otro, siempre un potencial agresor, pocas veces un colaborador.
Hobbes propuso dos modos de arribar a la conclusión de que la paz es el fin al que debe propender todo individuo: o bien a través de las pasiones, o bien a través de la razón. Es decir, o pactamos por miedo o pactamos por un dictado de la razón que nos obliga a observar determinadas leyes de la naturaleza (laws of nature). Un individuo que no sea impulsado a pactar por una de esas dos vías es, para jugar con las palabras de Aristóteles, un animal o un dios. Sea como fuere, quien queda allende la sociedad, es un marginal y contra él, cualquier acto está permitido. Si no pactó, no está dentro de la ley y, fuera de ella, no hay crimen. Un hombre en exceso temerario es políticamente peligroso.
En efecto, por qué habría de pactar alguien que se considera superior por naturaleza en función de su valentía. Es decir, si su vida no está acompañada por el miedo a la muerte violenta, la necesidad de pactar no revestirá la perentoriedad que sí presenta para los otros. Pensemos en un personaje literario como el Quijote. El Quijote no está capacitado para percibir la atrocidad de la violencia. Hombres como él, cuya valentía no condesciende ante nada, que desconocen la amenaza y el temor a la muerte, son, nos diría Hobbes, sediciosamente peligrosos. El caso del Quijote es paradigmático. Las dos vías apuntadas arriba están obliteradas. Su extrema temeridad y su sinrazón lo ponen fuera de todo pacto posible. Está condenado al ostracismo, a deambular por los márgenes de la sociedad.
Vemos entonces que la República (Commonwealth) no se conforma por una inclinación natural de los individuos a la vida en común tal como ocurre en los restantes animales llamados políticos; lo que prevalece es la búsqueda del beneficio personal, llámese seguridad, comodidad, bienestar, etc. Solamente por necesidad se convierte el hombre en un animal político. Esto es un caso particular, seguramente el más relevante, de la idea general ya mencionada de que toda acción tiene como finalidad el beneficio de quien la realiza. El hombre no propende de suyo a la convivencia pacífica, a lo colectivo, a lo universal. Si no existieran los miedos, dice Hobbes, los hombres tratarían sin duda de dominarse unos a los otros y por nada aceptarían pactar. La sociedad es un artificio y comporta en cierta manera un acto de violencia, de ruptura. Por ello es indispensable un poder coercitivo que obligue a los súbditos o ciudadanos a observar las leyes. Al respecto dice Hobbes: "sin la espada, los pactos no son sino palabras".1 1 En los animales como las abejas, las hormigas, etc. nunca se da el antagonismo entre lo particular y lo universal, entre el interés del individuo y el de la especie. Por tanto, ante tal imposibilidad se torna obsoleto un poder irresistible que obligue. La armonía va de suyo.
Hobbes, a diferencia de Platón, por ejemplo, nunca pretendió fundar ese orden social a partir de un determinado orden natural: aquél es una convención y no encarna una disposición pre-establecida; no existe un telos o meta-fin natural en vistas al cual se deba organizar la sociedad. Sin embargo, no podemos inferir, como ya adelantamos, que la arbitrariedad allane el camino a la desobediencia. En efecto, arbitrario significa en este contexto, que lo justo, lo honesto, lo bueno coinciden con la ley civil, con el derecho positivo, que es histórico, contingente. Los hombres al pactar han constituido una voluntad única, una nueva persona jurídica y cada uno es co-autor de las decisiones de ella. El soberano es el actor que representa lo que los contratantes, i. e., los autores, han escrito. Es una opinión sediciosa, subversiva la que sostiene que lo que el soberano quiere, puede, no obstante, no quererlo el súbdito. En la República no hay más que una sola voluntad. Arrogarse el derecho de no coincidir con el soberano en determinadas decisiones es desconocer la esencia misma de él, a saber, la de ser árbitro terminus ultimus en toda controversia. Si en Platón la injusticia consiste en no obedecer la disposición natural de cada individuo y de cada clase, en Hobbes, en cambio, la injusticia es simplemente lo ilegal. Es decir, en Platón injusto es actuar contra-natura y en Hobbes contra la ley civil.
Cabe preguntarse ahora qué papel juega el miedo una vez superado el estado de mutua agresión originaria; o sea, si el miedo subsistirá o no una vez establecida la sociedad civil.
En principio el soberano debería estar en condiciones de garantizar la vida, la salud y cierta felicidad a sus súbditos y, por añadidura, éstos no deberían sentirse amenazados por los otros. Hobbes reconoce que siempre se conservará un ápice de ese temor, pero, de todas maneras, ese resabio de miedo pre-civil no será suficiente para hacer de la convivencia algo humánamente insoportable. Quizás continuaremos echándole el cerrojo a las puertas al irnos a dormir, quizás cargaremos las espadas al emprender un viaje, pero este proceder será menos indicativo de una desconfianza hacia el otro que de un hábito que se resiste a ser modificado. Con todo, ya no podré invocar el miedo como justificativo de mis agresiones a los otros. Es decir, al existir un soberano que detenta la espada de la justicia (sword of justice), i. e., que tiene la potestad de castigar cualesquiera ofensas, a los súbditos les está prohibido atacarse ante la sospecha de una agresión, si es que disponían de tiempo y los recursos para acudir al soberano. Es una ley de la naturaleza que todos los hombres tienen la obligación de defenderse a sí mismos, y que ningún medio es exagerado para este fin, aún en el marco de una sociedad; pero es un crimen, pudiendo no hacerlo, eludir al soberano como instancia de regulación, de arbitraje o de castigo. La mera sospecha ya no es suficiente. Caso contrario, se vuelve al estado de guerra de todos contra todos.
Ahora bien, concediendo que bajo la protección del soberano el temor al otro desaparece por completo, no por ello se desvanecen todos los temores. El hombre hobbesiano es por esencia miedoso, antes que malvado o, incluso, egoísta. Ante la autoridad casi divina del soberano surge el miedo al castigo legal, a la espada. Podríamos aventurar que el miedo al castigo es el subrogado del miedo al otro propio del estado de naturaleza. El miedo inhibe y no desaparece jamás. En esto Hobbes se aproxima a Maquiavelo, quien sostenía que las relaciones entre el príncipe y sus súbditos debían erigirse sobre el temor y no sobre el amor u el odio, pues aquél se sustenta en el miedo al castigo y en última instancia en el miedo a la muerte. El miedo nos impulsa al contrato social y luego nos impide salirnos de él; en otras palabras, por miedo pactamos y nos subordinamos a un poder absoluto, pero también por miedo permanecemos en la observancia de la ley.
Queremos referirnos, para finalizar, al carácter voluntario de las acciones originadas en el miedo.
El punto de vista de Hobbes puede ponerse así: todas las acciones que el hombre realiza por temor podría no haberlas realizado. Un hombre que decide pagar una recompensa para salvar su vida, uno que arroja por la borda el cargamento para impedir así que su barco se hunda, eran libres, por más apremiante que fuera la situación, de actuar de otra manera. Si un pacto o convenio no fuera voluntario en virtud de que quienes lo realizan lo hacen por miedo, entonces el contrato por el que surge la sociedad civil sería inválido, pues todo pacto implica el libre consentimiento de los participantes. Del mismo modo, las acciones motivadas por el miedo al castigo de la autoridad una vez estatuida la sociedad son acciones que bien podrían haberse omitido.
Vale la pena demorarse en la concepción hobbesiana de la libertad a fin de comprender con mayor profundidad lo que él nos está diciendo. De acuerdo con Hobbes, hablar de una voluntad libre corre parejo, por lo absurdo, con hablar de un cuadrado circular. No pasaba de ser un oxímoron. En el hombre, al igual que en los otros animales, la voluntad está allende las decisiones de los individuos. Al hombre sólo le está dado hacer lo que quiere (si nadie se lo impide y tiene la capacidad suficiente), pero le está vedado querer lo que quiere; sobre el objeto del querer el hombre no tiene soberanía, potestad. En su antro pología no hay lugar para deseos de deseos, para deseos de segundo grado. Esta antropología tiene su fundamento fisiológico, al que nos referiremos ahora brevemente.
El cuerpo del hombre y el de los animales, como ya hemos visto, está regido por movimientos internos (internal motions) a los que Hobbes pensó como conatos o esfuerzos, y a los que denominó apetitos y aversiones según indicaran un impulso hacia o un distanciamiento de, un objeto. Ahora bien, del hecho de que el hombre (al igual que los animales) puede sentir alternativamente y acerca de lo mismo, apetito y aversión, placer y displacer, amor y odio, Hobbes infirió la existencia de la deliberación. Ésta es definida como la vicisitud de apetitos y aversiones que dura hasta que algo es hecho o pensado como imposible. Con otras palabras, la deliberación llega a su fin con la omisión o con la acción, que Hobbes también denomina movimiento voluntario o movimiento animal. La voluntad es la instancia final, el momento postrero de la deliberación, el movimiento interno inmediatamente anterior a la acción. Los movimientos internos establecen mecánicamente qué es placentero/displacentero para un hombre y, en ese sentido, cuál será el objeto de su querer y cuál el de su aversión. Por consiguiente, el hombre jamás es responsable del objeto de su deseo, i. e., de su voluntad entendida como la facultad del querer, sino de su hacer u omitir lo que sus movimientos internos han pre-fijado como placentero/bueno o displacentero/malo. De ahí que haya definido a la libertad siempre en términos negativos, como la ausencia de obstáculos al movimiento, definición que por cierto en nada difiere de la descripción del movimiento de un cuerpo natural cualquiera: "se entiende por libertad, conforme al significado propio de la palabra, ausencia de impedimentos externos";12 o, "libertad significa propiamente ausencia de oposición, y por oposición entiendo impedimentos externos al movimiento";13 o, finalmente, "un hombre libre es aquel que, en aquellas cosas que es capaz de realizar por medio de su fuerza y su ingenio, no es obstaculizado cuando tiene la voluntad de hacerlas".14 Como mucho, si la acción nace de una aversión (v. g. el temor) se podrá hablar de mala disposición o de repugnancia (unwillingness) al realizarla. Por ejemplo, si un individuo se compromete a hacer algo ilegal por miedo a ser asesinado, la promesa no es inválida por el hecho de haberse efectuado bajo una amenaza intimatoria, sino porque se prometió algo sobre lo que no se tenía derecho. En fin, si miedo y libertad no fueran consistentes no se podría obligar a los súbditos a obedecer, pues, por qué habrían de acatar algo con lo que nunca se comprometieron, habida cuenta que el pacto de sumisión tiene como fundamento el miedo a la muerte violenta.
Hobbes descreyó de las acciones altruistas o filantrópicas, o al menos las supeditó a las egocéntricas. No postuló, en una época de guerra y declinación, de una burguesía emergente cada vez más troglodita, una utopía redentora, ni ejerció con desdén y escepticismo una crítica del género humano como haría décadas después Jonathan Swift. En la ciencia galileana encontró el fundamento de su filosofía; en el burgués, ese hombre del deseo liberado, de horizontes casi infinitos, el modelo del Hombre. Lo razonó como un vórtice de deseos, casi como una espiral de pulsiones de progresión geométrica ascendente. El miedo a la muerte y a la pérdida de las propiedades, como manifestaciones del deseo realizado, debía anularse como pavor metafísico al otro, por un lado, y sublimarse luego socialmente como miedo al castigo, por el otro. El miedo primordial deviene, en el origen del Estado, miedo al déspota. Hobbes sabía que el miedo paraliza, anonada, y la relación que pensó entre soberano y súbdito es análoga a la que se da entre el Dios judeocristiano y sus criaturas; una relación asimétrica en la que a los últimos sólo les cabe la obediencia ante la palabra irresistible del que ordena.
Bobbio, N., (1995), Thomas Hobbes, México, FCE.
Fernandez Santillán, J. F., (1996), Hobbes y Rousseau: Entre la Autocracia y la Democracia, México, FCE.
Garmendia Camusso, G. - Schnaith, N., (1973), Thomas Hobbes y los Orígenes del Estado Burgués, Buenos Aires, Siglo XXI editores.
Hobbes, Th., (1966), The English Works of Thomas Hobbes, edited by Sir William Molesworth, Bart. London, Vol. I, II, III, IV.
Honneth, Axel, (1996), The Struggle for Recognition, Cambridge, The MIT Press.
Sabine, G. H., (1999), Historia de la Teoría Política, México, FCE.
__________
1 Th. Hobbes (1966), Concerning Government and Society, en The English Works of Thomas Hobbes, Edited by Sir William Molesworth, Bart. London, Vol. II, p. 5 (Todas las citas de Hobbes fueron tomadas de esta edición)
2 Ibid., p. 6.
3 Th. Hobbes, Leviathan, Vol. III, p., 43. Esto tiene su fundamento fisiológico. En el cuerpo hay un movimiento vital, a saber, el de la sangre. Cuando este movimiento es obstaculizado o retardado por un movimiento que tiene su origen en un objeto externo se produce pena, dolor (pain, trouble, grift). Por el contrario, cuando es favorecido o acelerado se produce un sensación de placer. El primero es la aversión y el objeto será valorado como malo; el segundo es el apetito y el objeto será bueno. Los objetos presionan desde el exterior a través de los sentidos y sus movimientos se propagan hasta el corazón; apetito y aversión constituyen los dos primeros impulsos (endeavour) del movimiento animal. Cf. Concening Body, Vol. IV, p. 402-410.
4 Th. Hobbes, Concerning Government und Society, Vol. II, p.16.
5 Génesis 2: 17; citado en varios pasajes por Hobbes.
6 Con respecto a la falta de un criterio de racionalidad por naturaleza, baste el siguiente pasaje: "Y por lo tanto, como cuando existe una controversia en una cuenta, las partes, de común acuerdo, deben establecer como recta razón la razón de un árbitro, o juez, cuya sentencia ambos acatarán, o de lo contrario su controversia llegará a las manos, o no se resolverá, por ausencia de una razón constituida por naturaleza". Cf. Th. Hobbes, Leviathan, Vol. III, p. 31.
7 Th. Hobbes, Concerning Government and Society, Vol. II, p. 6.
8 Ibid., p. 7.
9 Th. Hobbes, Leviathan, Vol. III, p. 113.
10 Ibid., p. 120.
11 Ibid., p. 154.
12 Ibid., p. 116.
13 Ibid., p. 196.
14 Ibid., p. 196.
Esta obra está bajo licencia
Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5 Argentina