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La Independencia y el objeto discursivo de la "Historia de las ideas"
[La Arqueología] "...no trata el discurso como documento, como signo de otra cosa, como elemento que debería ser transparente pero cuya opacidad importuna hay que atravesar con frecuencia para llegar, en fin, allí donde se mantiene en reserva, a la profundidad de lo esencial; se dirige al discurso en su volumen propio, a título de monumento."
Michel Foucault, La arqueología del saber
Si la historia de las ideas tradicional piensa la evolución de una idea en la diacronía, concibiéndola como una abstracción contenida en el discurso (y reduciendo este último a un mero receptáculo a ser trascendido para alcanzar un plano abstracto por fuera del lenguaje), para las nuevas perspectivas teóricas -tan diversas como las de M. Foucault, P. Bourdieu, R. Koselleck y Q. Skinner entre otros- el objeto de la disciplina es eminentemente textual: no hay ideas abstractas y transhistóricas, desencarnadas respecto de los discursos, sino enunciados con significados inestables y sometidos a una constante migración de sentido y/o refuncionalización (que depende, entre otros factores, de los diversos contextos de recepción). Así redefinida, la tarea de la historia de las ideas consiste entonces en descubrir las reglas que orientan la formación de los enunciados (definiendo "lo decible" en una época), en reconstruir los deslizamientos conceptuales que despliegan los discursos, y en explicar cómo y porqué se producen éstos, atendiendo a la relación entre texto y contexto, e incluso a la dimensión semántica contenida en las formas discursivas.
Desde esta perspectiva, ni el autor es una entidad unívoca,[1] ni el objeto preexiste como una unidad que garantiza su estabilidad sincrónica y/o diacrónica: para Foucault, las "formaciones discursivas" son agrupamientos precarios de enunciados en torno de objetos en constante redefinición, y en pugna por la adopción de un posicionamiento hegemónico (según la terminología de M. Angenot).[2]
La inestabilidad semántica inherente a los lenguajes y el debate por la imposición de un discurso hegemónico se exasperan especialmente en un período de crisis política profunda como la que atraviesan las naciones hispanoamericanas durante las guerras de Independencia. Tal como lo han probado Palti, Chiaramonte o Goldman en sus respectivos trabajos[3] (en líneas metodológicas diversas pero en principio próximas a la "Historia conceptual" de Koselleck),[4] términos tales como "nación", "patria", "revolución" o "pueblo" -entre otros muchos- se vuelven en este período núcleos privilegiados de inestabilidad y de conflicto. A la luz de estos enfoques (que han reactivado los estudios de historia política a nivel nacional, desde una perspectiva valorizadora de los lenguajes, afín al modelo de historia de las ideas aquí propuesto), la unidad del objeto referencial se revela como una ilusión bajo la cual subyace una disputa profunda por la imposición del significado "legítimo", en el marco de lo que Angenot define como "lucha por la hegemonía discursiva".[5]
Al énfasis en la naturaleza discursiva del objeto de la "historia de las ideas" como disciplina (desde una posición metodológica común pero que integra una gran diversidad de enfoques y variantes subdisciplinares actualmente en proceso de redefinición),[6] se suma un elemento metodológico relevante para la producción de conocimiento en el área, especialmente para la consolidación de los discursos teórico-críticos producidos desde la periferia latinoamericana. Me refiero al abandono del binarismo jerárquico en base al cual se tendía a concebir la producción local como una mera reproducción (ecléctica, desviada, espuria) del/los modelos centrales.
En ese proceso de cambio epistemológico pueden señalarse jalones diversos (siempre y cuando se evite caer en una reideologización del margen -idealizado como una posición a priori ventajosa en la producción de conocimiento- tanto como en una concepción teleológica de las teorías en juego). En esta dirección, vale la pena recordar que en los años cuarenta Leopoldo Zea, en su prólogo a El positivismo en México,[7] ofrecía una de las primeras respuestas críticas ante la dicotomía "modelo central" / "copia periférica" que generalmente conducía a una desvalorización de los discursos enunciados desde la periferia (olvidando historizar las condiciones particulares de producción del conocimiento). Otro momento significativo de este giro se produce a inicios de los setenta cuando Roberto Schwarz, en su ensayo "As idéias fora do lugar",[8] piensa la recepción del modelo teórico del liberalismo político europeo (adaptado distorsivamente al medio local, por parte de las elites dirigentes e intelectuales en el Brasil esclavócrata de mediados del siglo XIX) como síntoma de la dependencia económica. El enfoque de Schwarz reaviva el debate (sobre el grado de desarticulación de las dicotomías "centro" / "periferia" y "modelo" / "copia") que se prolongará hasta nuestros días.[9] Por fin, algunas reflexiones teóricas de Pierre Bourdieu permiten considerar la recepción como un acto político de debate hacia dentro y fuera del campo intelectual local.[10] Para Bourdieu, los textos circulan sin sus contextos enunciativos, de modo tal que los receptores realizan una apropiación crítica activa que obedece a las presiones de sus propios campos de recepción, y a sus propias reglas de creación de legitimidad.
Precisamente, los trabajos que componen este dossier comparten esta perspectiva de la historia intelectual y de la historia de la recepción. En efecto, si bien despliegan distintas tesituras de análisis para abordar diversos momentos y figuras intelectuales del siglo XIX latinoamericano, convergen en poner en evidencia, en conjunto, la naturaleza eminentemente discursiva del objeto de la disciplina "historia de las ideas", en sintonía con las formulaciones teóricas de Foucault, Rosanvallon, Angenot o Bourdieu (autores explícitamente citados en los artículos del dossier). De hecho, las autoras no recorren las fuentes en busca de ideas abstractas: por el contrario, analizan los discursos atentas al modo en que los sentidos se traman en la argumentación, las figuras retóricas, los ideologemas, las formas genéricas y/o las relaciones intertextuales... es decir, en el orden mismo del lenguaje.
Desde esta unidad teórico-metodológica, el dossier indaga en torno al sentido de la Independencia en el largo arco que va de inicios a fines del siglo XIX, haciendo foco en la perspectiva de tres intelectuales claves a nivel continental: Bernardo de Monteagudo, Juan Bautista Alberdi y José Martí. En este sentido, los tres artículos aquí compilados convergen en asediar el mismo problema histórico: la interpretación del sentido social, político y filosófico contenido en la experiencia histórica de la emancipación y en sus etapas inmediatamente posteriores. En esta dirección, Liliana Weinberg se detiene en la emergencia del moderno ensayo de ideas de Monteagudo, como redefinición del género en el marco de las guerras de Independencia; Carla Galfione focaliza la recepción crítica del eclecticismo francés por parte de Alberdi, y Susana Zanetti aborda la resignificación épica de los héroes de ese proceso emanciatorio previo -en el contexto de la inminente lucha por la emancipación de Cuba a fin de siglo. Así, la diversidad de estilos, etapas y figuras es compensada por la unidad temática de fondo, además de la proximidad metodológica desde donde cada autora emprende su tarea hermenéutica. Además, los tres artículos contribuyen a pensar un problema clave en la historia intelectual latinoamericana: la tensión entre autonomía y dependencia. Los trabajos dejan entrever cómo la tarea intelectual aparece muy ligada a la política incluso cuando, a fines de siglo XIX, se consolida incipientemente un nuevo modo de intervenir en la esfera de la política sin abandonar la especificidad del dominio del arte.
En particular, el trabajo de Liliana Weinberg, que inaugura el dossier, indaga en torno a la relación entre ensayo y orden jurídico en América Latina a comienzos del siglo XIX, atendiendo especialmente al hecho de que el género "ensayo" es producido por letrados criollos, abocados al despliegue de prácticas jurídicas fundamentales en el período de crisis revolucionaria.
En diálogo con su vasta producción teórica previa sobre el ensayo,[11] Weinberg se plantea inicialmente el problema de la representación en este tipo de discursos y el del carácter jurídico implícito tanto en la "legitimación de la palabra pronunciada" como en el pacto mismo de lectura instaurado por el género. A partir de esta indagación, aborda la "fundación" del ensayo político americano por parte del argentino Bernardo de Monteagudo, deteniéndose especialmente en el Ensayo sobre la Revolución del Río de La Plata... publicado en 1812. La obra de Monteagudo es pensada como origen posible del ensayo político hispanoamericano, heredero a la vez de la "prosa de ideas" que, desde la segunda mitad del siglo XVIII, colabora en la consolidación de un espacio público para la discusión política, jurídica y social. Se trata de una textualidad en la que convergen el panfleto político y el discurso jurídico, sellando una impronta extendida en la producción sincrónica de la época y además perdurable en el ensayismo posterior del continente. Tal como prueba la autora, el ensayo lleva las huellas de la identidad múltiple del propio sujeto de enunciación. Hombre de leyes, estratega del grupo más avanzado de la Revolución y partícipe en la guerra de la Independencia (próximo a Moreno, San Martín, O'Higgins y Bolívar entre otros), Monteagudo itinera por varios países en guerra; paralelamente, su enunciación reorganiza el ensayo como género articulando formas variadas en expansión como el panfleto, la crónica, el alegato y la reflexión teórica (sobre el problema jurídico de la legitimidad y la representación de la "causa americana"). Así, el género juega un papel fundamental en la experiencia emancipatoria y, al mismo tiempo, redefine su hibridez interna precisamente al procesar la redefinición de los destinos hispanoamericanos. En este sentido, el texto de Weinberg es sugestivo al permitir pensar ciertas continuidades del género en la historia del continente (basta pensar en el modo en que la heterogeneidad del ensayo alojará calurosos debates políticos -incluso con componentes jurídicos- hasta ya bien entrado el siglo XX (tal como sucede, en Argentina, con la polémica entre intelectuales peronistas y antiperonistas en los años cincuenta).[12]
En el segundo trabajo del dossier, Carla Galfione reconstruye el proceso de recepción crítica, que realiza el argentino Juan Bautista Alberdi, de diversas concepciones filosóficas francesas provenientes tanto del eclecticismo como de los críticos del eclecticismo, asumiendo así una perspectiva particular que concilia enfoques en principio inconciliables en su contexto de enunciación original. En este sentido, el análisis de Galfione implica un aporte valioso en dos sentidos: por un lado, porque revisa la obra filosófica de Alberdi y la de los propios modelos franceses "de base" a la luz de muy actuales perspectivas teóricas y análisis críticos (como los de Patrice Vermeren y Pierre Rosanvallon); por otro lado porque, en implícita sintonía con enfoques teóricos como el de Bourdieu,[13] se aparta de viejas concepciones de la recepción periférica como distorsión negativa, para demostrar que se trata de un proceso de apropiación activa y crítica en el que pesa la urgencia por dar respuesta a coyunturas (sociales, culturales y políticas) específicas que obligan a refuncionalizar los modelos centrales, provocando distorsiones adaptativas que pueden volver compatibles enfoques a priori antagónicos en su contexto enunciativo de origen. Otros trabajos críticos contemporáneos sobre intelectuales latinoamericanos (como el de Arcadio Díaz Quiñones, que da cuenta de los desvíos del cubano Fernando Ortíz frente al positivismo de Cesare Lombroso, o el de Guillermo de la Peña sobre las divergencias -en principio inexplicables- entre la producción intelectual del mexicano Manuel Gamio y la de su maestro teórico Franz Boas)[14] refuerzan esta capital resignificación del problema de la recepción desde la periferia, y evidencian un vasto e importante campo de análisis que apenas comienza a desplegarse.
Partiendo de una revisión de los principios generales del eclecticismo francés (basándose especialmente en la lectura de Rosanvallon), la autora subraya los desvíos que Alberdi efectúa deliberadamente con respecto al modelo: entre otros trazos diferenciales, se destaca la insistencia del autor de las Bases... en la necesidad de ligar la filosofía con la práctica política. En esta perspectiva inciden las críticas de Lerminier y Leroux al eclecticismo. Alberdi retoma estos enfoques críticos, realizando una peculiar amalgama que refuncionaliza teorías filosóficas inconciliables en el contexto francés contemporáneo. El mismo movimiento de desvío respecto del eclecticismo reaparece en la concepción alberdiana de progreso indefinido (que implica una nueva aproximación al pensamiento de Leroux y un rechazo del eclecticismo). A través de este análisis, Galfione reflexiona sobre el modo en que Alberdi intenta formular una definición estratégica de la filosofía como "intervención teórico-política concreta". Atendiendo a la candente coyuntura política inmediata, Alberdi logra tanto dar sentido a la legitimidad de Rosas, como pensar la superación de Rosas como parte del desenvolvimiento indefinido de la historia.
El dossier se cierra con un trabajo de Susana Zanetti centrado en la concepción de los héroes de la Independencia desde la perspectiva del poeta, ideólogo y periodista cubano José Martí. A fines del siglo XIX, mientras el resto de los países hipanoamericanos organiza sus primeras conmemoraciones de la Independencia (instituyendo -de manera polémica- sus "lugares de la memoria" para monumentalizar el pasado heroico como un tiempo mítico y fundacional ya clausurado), Martí inicia su lucha por la emancipación política de Cuba. En ese contexto, Bolívar, San Martín y Páez -los únicos héroes del panteón martiano- no son resignificados desde la consolidación de la nación, sino desde la urgencia por iniciar una lucha emancipatoria hasta entonces frustrada. Trabajando críticamente sobre textos de Martí poco considerados en general por la crítica especializada (además de crónicas, discursos y poemas), la autora atiende al modo en que la escritura martiana dialoga -y reinterpreta- algunas fuentes previas para trazar su galería de héroes épicos.[15]
Tal como prueba Zanetti, la nostalgia de la hazaña recorre la obra de Martí. Desde ese núcleo de sentido, los héroes de la Independencia se presentan como padres simbólicos fuertes de un tiempo heroico, saturado de altos valores éticos, que demandan completar la emancipación inconclusa y/o preservar sus sentidos trascendentes, motivando la culpa ante un presente "degradado".
El texto prueba además el carácter marginal -si no contrahegemónico- de la mirada martiana sobre los sectores populares: al construir los perfiles emblemáticos de su panteón independentista, Martí no olvida subrayar la valoración progresista que esas figuras épicas proyectaron sobre los "otros" sociales, enfatizando veladamente la convergencia con la propia perspectiva (crítica del pensamiento etnocéntrico de las elites, y a la vez abierta a una relación de empatía, solidaridad y representación de los subalternos "sin voz").
De la Independencia al primer Centenario: algunas reflexiones críticas
"La proclamación de la igualdad argentina en las ruinas de Tiguanaco es el acto más lleno de teatral indianismo que haya consignado la historia de nuestra emancipación. En torno de aquellas ruinas se congregaron el 25 de mayo de 1811 las tribus y las legiones de la patria. Formaban la democrática legión [...] los gauchos, negros, cholos, mulatos, peones de las campañas o artesanos de las ciudades [...]. Acaso eran los indios, en la simplicidad de su patriotismo territorial, los que mejor sentían la emoción de aquel instante y la sugestión de las ruinas cercanas, inmóviles en su altura de gloria".
Ricardo Rojas, Blasón de Plata
La celebración de los centenarios de la Independencia suele implicar una fuerte activación de los debates ideológicos: discursos y prácticas entablan una pugna por la imposición y/o por la interpretación de ciertos mitos fundacionales. Esos mitos se consolidan, entre otros mecanismos, a través de la expulsión hacia sus márgenes de ciertos discursos (y con ellos, a través de la invisibilización de sujetos y de acontecimientos negados) pues, según el análisis de Marilena Chaui,[16] la consagración hegemónica de un mito fundador supone el ejercicio de una violencia simbólica por medio de la cual se impone un modelo homogéneo de origen y de identidad.
Tal como sostiene Zanetti en el dossier, el carácter marginal de la valoración martiana del vínculo democrático entre líder revolucionario y masas subalternas, privilegiado en algunas historias de la Independencia previas, y modélico para la escritura y para la propia praxis emancipatoria de Martí, nos obliga a preguntarnos por las concepciones hegemónicas sobre cuyo fondo se recorta esa perspectiva divergente.
En el arco que va de inicios a fines del siglo XIX, de las guerras de la Independencia a la consolidación de los estados-nación modernos (organizados bajo un modelo oligárquico que combina modernización económica y autoritarismo político), se produce un complejo y múltiple repliegue del pensamiento "progresista" movilizado en parte en los inicios de la Revolución. Ese repliegue repercute en la concepción de los sectores populares, afectando no sólo la conceptualización de los indígenas y los gauchos sino también la de las nuevas multitudes inmigrantes.
Si en el marco de la candente polémica con Sarmiento, Alberdi (en un gesto próximo al de Bolívar en su "Carta de Jamaica", o al posterior de Martí en Nuestra América) reivindicaba el papel fundamental de las masas campesinas en la Revolución,[17] y si el propio Sarmiento articulaba en Facundo una tenue -pero inquietante- valoración romántica del saber popular,[18] a fines de siglo numerosos textos (entre otros, Conficto y armonías de las razas en América, del mismo Sarmiento) clausuran enfáticamente ese proto-populismo previo. Amparadas por el nuevo paradigma epistemológico (racialista-positivista), las elites intelectuales y dirigentes organizan nuevos dispositivos de control social, entre los cuales figuran los diagnósticos negativos sobre las patologías del continente, centrándose especialmente en la composición racial de los sectores populares.[19] En este contexto, el papel de las masas en las luchas por la emancipación del continente es en general negativamente resignificado. En el caso particular de la Argentina, en esta etapa se consolida la definición de la nación como "blanca y de cultura europea". La "Campaña al Desierto" juega un papel clave en la creación de las condiciones necesarias para reforzar esa construcción identitaria que desemboca en la celebración eufórica del primer Centenario. A pesar de las numerosas muertes de indígenas (por la represión e incluso por privaciones y enfermedades, que repiten el tópico del contagio en la conquista), la "Campaña" no produce el exterminio físico tanto como una invisibilización simbólica, gracias a la incorporación compulsiva de estos subalternos como ciudadanos, en principio culturalmente homogeneizados y con derechos y deberes teóricamente comunes al resto de la población. Se trata de una ciudadanización autoritaria, central en el proyecto de la República liberal-conservadora, que supone la incorporación de los indígenas como mano de obra asalariada (como peones, soldados, policías o servicio doméstico) en los niveles más bajos de la sociedad, la concesión inicial de algunas tierras improductivas (por parte del Congreso) y la implementación de un sistema de distribución que rompe los lazos familiares, comunitarios y étnicos para evitar la reorganización afectiva y cultural de los grupos "disueltos". El resultado buscado inicialmente es la anulación de las herramientas culturales, imprescindibles precisamente para enfrentar esa experiencia traumática de anomia.[20]
La pacificación del interior (por la represión de las últimas montoneras), la expansión de las fronteras territoriales, la distribución de los indígenas vencidos y el control de las nuevas multitudes. crean las condiciones para la celebración del Centenario. En este sentido, puede pensarse 1910 como un momento álgido en que se tensan las contradicciones históricas no resueltas por el pensamiento de las generaciones previas. Además de resolver, en términos reformistas, la candente "cuestión social", la elite intelectual debe redefinir el papel de los sectores populares y la cultura popular en la configuración de la identidad nacional. En ese contexto, Las multitudes argentinas de Ramos Mejía responde al temor de la elite ante una multitud (predominantemente inmigrante) que amenaza con disputar la hegemonía política.[21] Además, el ensayo de Ramos Mejía es un buen ejemplo de historia de las ideas en su acepción tradicional: las masas son un ente metamórfico, pero a la vez guardan una estabilidad ontológica y transhistórica, manifestándose como la persistencia de "lo mismo", desde las primitivas hordas de indígenas hasta las masas modernas de las grandes ciudades. Siguiendo el modelo de Gustave Le Bon, la masa (feminizada por su carácter excitable e imaginativo, propio de un sujeto incapaz de acceder al pensamiento abstracto) establece un vínculo anómalo, de seducción erótica, con su líder o meneur, que confirma su carácter femenino y amenazador. El caso más siniestro de ese lazo perverso se establece, en la historia nacional, entre las masas rurales y Rosas, ya que:
Voluptuosos transportes de orgía precedieron a semejantes nupcias, en que la sangre de un sadismo feroz parecía mezclarse a la alegre zarabanda macabra de una borrachera de sátiros encelados por el olor de la hembra inabordable. Aquella prostituta había encontrado por fin el bello souteneur, que iba a [...] sangrar sus carnes entre las protestas de extraño amor y las exigencias de sus adhesiones.[22]
Para Ramos Mejía, así como se ha quebrado la confianza en el control racional del yo, también ha entrado en crisis la fe en la superación de la antigua barbarie: lo que retorna en el estado de multitud es el antiguo malón, transfigurado primero bajo la forma de las montoneras, y luego transmutado en los desclasados que asolan los suburbios. Sin embargo, esa potencia irracional de las masas (pura fuerza y mero espejo de la identidad que se le imponga "desde arriba") puede garantizar la identidad nacional, al absorber de manera centrífuga las fuerzas (centrípetas y dispersivas) de la inmigración.
Si en los discursos hegemónicos en la segunda mitad del siglo XIX el etnocentrismo obtura la emergencia de una idealización romántica y/o neorromántica del indígena, y si la "Campaña" activa la voluntad de dilución y/o de exterminio de esa barbarie negativa, el contexto del Centenario desencadena una nueva torsión conceptual. Para entonces el "aluvión inmigratorio" adquiere una dimensión marcadamente "amenazante" en términos sociales, culturales y políticos. Las respuestas de repliegue defensivo de la elite, aunque múltiples y divergentes desde el punto de vista ideológico, implican en general una fuerte resignificación del territorio, la raza, la lengua y la cultura (los antiguos pilares de la identidad heredados del romanticismo herderiano).
Para consolidar la nación en el Centenario resulta fundamental ese borramiento de la "cuestión indígena" en el imaginario colectivo. Esa invisibilización busca probar el carácter "civilizado" de una nación que había superado las formas residuales que empañaban su incorporación a la modernidad europea. Así, si la "Campaña" apenas acelera la extinción "natural" del otro, el logro de esa extinción convierte al país en faro privilegiado frente al resto del continente. Ese argentinocentrismo, clave entre la elite del Centenario, se advierte en textos tales como Nuestra América de Bunge. Saturado de clisés del discurso hegemónico, Bunge pone en acto esta negación simbólica del "otro": declara la ausencia de indígenas y negros sobre todo en el litoral, gracias a la extinción por las guerras, las epidemias y el alcohol, males positivos que garantizan una europeización (racial y cultural) de la nación, reforzada por el arribo de la inmigración (celebrada por Bunge, desde un optimismo extemporáneo para la posición reactiva de gran parte de las elites locales).
Numerosos discursos de entresiglos, además de fabular el temor al ascenso de advenedizos y simuladores sociales provenientes de la inmigración (tal es el caso paradigmático de la novela En la sangre de Eugenio Cambaceres), organizan nuevas formas de religación con el pasado para defender una precaria "argentinidad" en riesgo. En ese contexto surgen algunas enunciaciones que, con diversos límites y ambivalencias, realizan un tibio rescate de la indianidad, apartándose (en parte) de la condena barbarizadora dominante en el pensamiento previo.
Concluida la "Campaña" y la distribución de los sometidos, se hace posible no sólo el estudio científico de sus restos arqueológicos, sino también el rescate de algunas huellas de esa cultura-otra, como parte de una marca diferenciadora, integrable en la dialéctica de la espiritualidad mestiza.
Reforzando la utilidad política de la arqueología (que juega un papel importante en este contexto de consolidación de la nación), el "Congreso internacional de americanistas" se celebra en mayo de 1910 en Buenos Aires[23] (y en septiembre del mismo año en México), bajo la clara intención política de acompañar los festejos de ambos centenarios, y de profundizar el contacto de los americanistas europeos y norteamericanos con su objeto: la arqueología en el continente.[24] Pero mientras el nacionalismo mexicano descansa en la genealogía indígena como fuente de legitimidad, el argentino, privado de ese prestigioso origen mítico, refuerza el apego afectivo al territorio y/o la condición migrante de sus pobladores como principal trazo identitario.
En Buenos Aires, el congreso parece volverse imprescindible para llenar un vacío simbólico, para suturar una fractura en la imaginación nacional (obturada por la tradición del liberalismo etnocéntrico, y reafirmada tanto por la celebración de la "Campaña" como por la homogeneización forzada), pues permite procesar -al menos incipientemente- el lazo problemático con el pasado indígena. Sin embargo, la participación en el congreso, de figuras claves de la "Campaña" como el propio Estanislado S. Zeballos, y al mismo tiempo el silencio absoluto con respecto a esa experiencia militar reciente, se vuelven elementos sintomáticos de la implicación política de la arqueología, que a nivel local garantiza la reducción de las culturas aborígenes a meros objetos de estudio en el confinamiento aséptico de los gabinetes.
Tanto en Buenos Aires como en México, las exposiciones académicas alternan con el relato de viajes oficiales, que adquieren un valor simbólico privilegiado en la medida en que permiten actuar la imagen de nación que cada elite forja para sí misma y para el exterior. Sintomáticamente, en el caso argentino las excursiones se cierran sobre el acotado círculo de la modernización central: los paseos permiten exhibir orgullosamente la ausencia del objeto mismo de la antropología, forjando así veladamente un trofeo para el primer Centenario. La flânerie por paseos públicos, universidades, bibliotecas y clubes de Buenos Aires y de La Plata (recientemente fundada, y presentada como coronación de esa utopía civilizatoria) busca probar, ante los americanistas extranjeros, la lejanía de América: no hay interés arqueológico ni etnográfico en esos centros montados "en el vacío". Tranquilizadoramente, la riqueza antropológica viene de lejos y sólo puede contemplarse, racionalmente organizada, en las vitrinas relucientes de los modernos museos.
Así, para conocer América in situ (siguiendo el reclamo de Ernesto Quesada en el mismo congreso), los "americanistas" deben salir de Buenos Aires y emprender un largo viaje hacia el norte. Ese desplazamiento, aunque invierte la dirección seguida por Roca y por los antropólogos-expedicionarios (como Estanislao Zeballos en su Viaje al país de los araucanos), confirma la connotación del "descenso simbólico al pasado" y la irracionalidad. La peregrinación del grupo a las ruinas de Tihuanacu, Pachacámac, Cuzco y Ancón (e incluso el desinterés por conocer las excavaciones argentinas en el valle Calchaquí) confirman -con una cierta soberbia en sordina- la lejanía de esa primitividad arcaica.
Actualizando "sin querer" diversos tópicos del imperialismo exotista, cada situación de extrañamiento frente al "otro" garantiza la pertenencia de los intelectuales locales a una misma -y prestigiosa- comunidad científica internacional. Los indígenas constituyen una alteridad extrema, ¡ajena incluso a la experiencia social de los propios etnógrafos! Así por ejemplo, según el relato de Salvador Debenedetti (narrador de la expedición arqueológica del grupo), en la frontera entre Bolivia y Perú los indios "han encendido en la playa grandes fogatas al oír las agudas cadencias de la sirena de nuestro vapor y, saltando en rueda alrededor del fuego, prorrumpen en gritos y aclamaciones, tendiendo los brazos hacia el lago", o "nos siguen, y con gestos nos hacen entender algo de lo que nos quieren decir [...], provocando a veces a risa y otras a admiraciones".[25] Precisamente es ese extrañamiento el que resulta imprescindible para consolidar la identidad del "nosotros", cohesionando a los letrados periféricos y a los centrales bajo una ajenidad común respecto de "lo americano".[26]
Entre las pocas resignificaciones de lo indígena producidas en el contexto del Centenario argentino, el concepto de "indianismo" emerge refuncionalizado -mediado por una abstracción espiritualizante- en el discurso nacionalista de Ricardo Rojas.[27] Confiando en el papel clave de la literatura y de la antropología en la fundación de la nación, en su Blasón de plata de 1910, Rojas advierte que los conflictos derivados del "aluvión inmigratorio" pueden compensarse con una concepción telúrica de la nacionalidad lograda en base a una constante identificación espiritual con la tierra que define como "indianismo".[28] Experimentada incluso por los indígenas y luego por los europeos, la migración se convierte así, auspiciosamente, en la marca por antonomasia de la argentinidad. Aunque suponga una cierta flexibilización inclusiva (en contraste con la invisibilización virulenta en el contexto previo de la "Campaña"), el "indianismo" de Rojas no implica una revalorización positiva de la cultura indígena, sino el elogio de una fusión dialéctica y meramente espiritual en lo que define como "eurindia". Esa acepción del mestizaje, afín a la de otros discursos latinoamericanos del período (tal como se percibe en el arco que va de Molina Enríquez a Gamio o a Vasconcelos, en el ensayismo mexicano) supone una síntesis homogeneizante que absorbe las diferencias, subsumiendo las culturas dominadas hasta su dilución.
En un ensayo mitificador de los orígenes, el clímax de esa fabulación mítica se alcanza cuando Rojas cifra el origen de la nación en 1811, en la proclamación de la igualdad que realiza Castelli en las ruinas de Tihuanacu, ante una multitud de indígenas y gauchos, tal como recuerda el epígrafe de este apartado. Esa ascensión heroica hacia el norte resulta -curiosamente- homóloga a la que realizan los "americanistas" del congreso, en el mismo año del Centenario, ya no para buscar a las masas como sujetos históricos de la emancipación política, sino los objetos curiosos y extemporáneos de su saber "imperial".
Recién en las últimas dos décadas ha comenzado un proceso de revisión crítica atenta a desarticular el borramiento discursivo de la alteridad indígena en la historia argentina, entre otras vías a través de los estudios sobre el carácter multidireccional y multiétnico de las fronteras (permitiendo probar, por ejemplo, el involucramiento activo de las comunidades aborígenes en la política nacional del siglo XIX). Esta desarticulación, atenta además en varios casos a los procesos de autoconstrucción identitaria de los subalternos, se produce bajo nuevos horizontes teóricos ligados al multiculturalismo, y en convergencia con nuevos marcos legales a nivel nacional.[29] Si la Constitución argentina de 1994 reconoce la preexistencia de la población indígena y otorga el derecho de personería jurídica a las comunidades, el censo del 2000 incluye una pregunta acerca del autorreconocimiento indígena, que atiende al agenciamiento identitario de los propios sujetos; desde los noventa se multiplican las asociaciones indígenas (que además de asumir en general un cariz pan-indio, reivindican costumbres ancestrales como parte de un "estilo de vida" -valioso, entre otras razones, por su respeto por la ecología).
Sin embargo ese renacimiento cultural articula demandas sociales universales (principalmente de acceso a la propiedad de la tierra, de mejoras en la educación y de mayores oportunidades de trabajo), no ligadas meramente al reconocimiento de su identidad ancestral, sino también a la inserción en la sociedad mayoritaria... y que permanecen en gran medida incumplidas, tal como lo prueban los discursos pronunciados por los propios líderes indígenas, movilizados en mayo de 2010 para reclamar, en el marco de la celebración del Bicentenario de 1810, una ampliación plena de la ciudadanía.
En este sentido, aun hace falta descubrir la dimensión indígena ("americana") obturada en la historia de la identidad nacional, los preconceptos introyectados por las elites para pensar las alteridades sociales, y los límites de la "independencia" como proyecto moderno incompleto. Tal vez haga falta todavía, como en 1811 y en 1910, "subir a Tihuanacu" (o mejor "descender hacia el pasado").
[1] Ver Foucault (1994 [julio-septiembre de 1969]).
[2] Ver por ejemplo Angenot (junio/1989).
[3] Ver entre otros Palti (2007), Chiaramonte (2004) y Goldman (2008).
[4] Ver Koselleck (1993).
[5] Ver por ejemplo Angenot (junio/1989).
[6] Son muy importantes, en este sentido, los trabajos críticos que reflexionan sobre los nuevos límites de la disciplina, haciendo explícita la variedad de criterios teóricos, metodológicos y de configuración de los objetos. En este sentido, ver la pluralidad de definiciones en el dossier "Encuesta sobre historia intelectual" (AA.VV., 2007). Asimismo resultan relevantes los textos de Palti (2003) y Altamirano (2005). En Granados, Aimer - Carlos Marichal (2004), el prólogo de ambos autores permite reconstruir -al menos tentativamente- un mapa de posiciones y polémicas teórico-metodológicas actuales sobre la disciplina a nivel continental.
[7] Ver Zea (1984).
[8] Schwarz, Roberto (1973).
[9] Las críticas al análisis de Schwarz, como reproductor solapado del binarismo, pueden verse, en el interior de los debates dependentistas de la década del setenta, en Carvalho Franco (1976). Para una revisión actual de esa polémica, repensada desde la historia de las ideas como historia de los lenguajes, ver Palti (2004).
[10] Ver Bourdieu (1999).
[11] Ver por ejemplo Weinberg (2001 y 2004).
[12] Se trata de un tema particularmente importante en la producción de Weinberg, varias veces centrada en la obra de Ezequiel Martínez Estrada. Ver por ejemplo Weinberg (1990).
[13] Ver Bourdieu (1999).
[14] Ver Díaz Quiñones (2006) y de la Peña (2006).
[15] Ese aspecto de su artículo dialoga con la línea de investigación que la autora ha desarrollado, en torno a la experiencia de la lectura en América Latina, por ejemplo en Zanetti (2002).
[16] Ver Chaui (2000).
[17] En la tercera carta quillotana, Alberdi le señala provocativamente a Sarmiento que "los gauchos nunca han sido realistas después de 1810 [...]. San Martín, Suárez, los Necocheas, Lavalle, Lamadrid, Pringles, etc., fueron oficiales de gauchos, porque fueron jefes de caballería, que se componía de campesinos y no de zapateros y sastres. [...]. De los campos es nacida la existencia nueva de esta América; de ellos salió el poder que echó a España [...]) y de ellos saldrá la autoridad americana [...]. La localización de la civilización en las ciudades y la barbarie en las campañas, es un error de historia y de observación,...". Ver Alberdi, J. B. - D. F. Sarmiento (2005), p. 109.
[18] Ver especialmente el capítulo II ("Originalidad y caracteres argentinos") en Sarmiento, D. F. (2005 [1845]).
[19] Ver entre otros Terán (1986) y Fell (1994).
[20] Ver Mases (2004).
[21] Ramos Mejía (1952 [1899]).
[22] Ramos Mejía (1952 [1899]), p. 287.
[23] AA.VV. (1912).
[24] La elección de ambas sedes parece obedecer al peso central de Buenos Aires como foco modernizador, y de México como foco modernizador y arqueológico.
[25] AA.VV. (1912, p. 649).
[26] La polaridad entre centros modernizadores y canteras arcaicas es reforzada por medio de varios elementos; entre otros, por la tensión entre las colecciones taxonómicas que, en Buenos Aires, hacían refulgir el control de la razón práctica, y el caos perturbador de los yacimientos en bruto del área andina, donde bajo el efecto del tiempo, los saqueadores y el descontrol del estado, brotan "cráneos esparcidos a millares, huesos de todas clases, tejidos innumerables, cordeles [...], cueros cabelludos [...] y hasta una momia completa" (AA.VV., 1912, p. 652).
[27] Cabe aclarar que Rojas participa del Congreso Internacional de Americanistas celebrado en Buenos Aires.
[28] En un binarismo que busca superar la dicotomía "civilización" vs. "barbarie" heredada de Sarmiento, Rojas opone "indianismo" a "exotismo". Ver especialmente el análisis de Dalmaroni (2000).
[29] Sobre este tema ver Quijada (2006), en quien nos apoyamos especialmente en este punto. También ver García Linera (2008).
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