Revista de Filosofía y Teoría Política , no. 44, 2013. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía

ARTICULOS / ARTICLES

El paradigma posfundacional interpelado: Política, democracia einstitucionalización para pensar Suramérica hoy

Nuria Yabkowski

Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento (IDH-UNGS), CBC-UBA. Argentina
nuriayaco@gmail.com

Resumen:
Aquí analizamos los principales postulados del pensamiento político posfundacional, por considerar su enorme productividad para analizar el mundo contemporáneo y, particularmente, el presente de la región suramericana. Postulando la imposibilidad de un fundamento último y la necesariedad de la contingencia, damos cuenta de las nociones de lo político, de representación política (como mecanismo de constitución de identidades), y de democracia, para después debatir el estatus de la hegemonía, el carácter específico del populismo y el lugar que le cabe en la teoría a lo irrepresentable. Finalmente, introducimos la idea del momento institucional de la representación, para así intentar actualizar el paradigma posfundacional interpelado por la situación actual suramericana.

Palabras clave: lo político, democracia, posfundacionalismo.

Abstract:
Key tenets of post-foundational political thought are analyzed here, as this is currently considered one of the most productive paradigms for analyzing the contemporary world and South America’ present in particular. Based on the postulate of the impossibility of an ultimate foundation and the need for contingency, we look into the concepts of the political, political representation as an identity-formation mechanism and democracy, in order to further debate the status of hegemony, the specific nature of populism and the place the un-representable has in theory. Finally, and so as to update the post-foundational paradigm, which is compelled by South America’s current situation, we introduce the idea of institutional moment of representation.

Key words: The Political, Democracy, Posfundacional Political Thought.

El paradigma posfundacional: la diferencia entre lo político y la política

Oliver Marchart (2009) utiliza el término posfundacional para dar cuenta de un pensamiento político que empieza a producirse en Europa entre fines de los setenta y principios de los ochenta, y que continúa hasta hoy. Es un pensamiento que contiene muchos de los postulados del deconstruccionismo, del posestructuralismo y de la teoría lacaniana del psicoanálisis, cuyos exponentes más reconocidos son Claude Lefort, Jean-Luc Nancy, Alain Badiou, Ernesto Laclau, y Jacques Rancière. En realidad, es una corriente que también ha sido nombrada como posmarxismo, teniendo en cuenta que muchos, si no la totalidad de sus exponentes, habían comenzado sus trabajos académicos al interior de una tradición marxista que, por esos años, exponía más sus dificultades que su productividad para comprender un mundo caracterizado ya como posmoderno.

La definición del posfundacionalismo comienza trazando un primer límite para marcar la diferencia con aquello que este no es. Pues si bien se trata de cuestionar los fundamentos metafísicos que se encarnan en figuras como la totalidad, la universalidad o la esencia, dicha crítica no pretende borrarlos por completo –para proponer una filosofía del “todo vale” a partir del postulado de la imposibilidad de cualquier fundamento (lo que sí hace el antifundacionalismo)–, sino más bien “debilitar su estatus ontológico” (Marchart, 2009, p. 15). Ello implica una doble afirmación: en primer lugar, los fundamentos son ontológicamente necesarios y por lo tanto, no hay sociedad posible sin ellos. En segundo lugar –he aquí el debilitamiento–, es imposible sostener la existencia de un fundamento último, lo cual habilita la pluralidad de los fundamentos posibles al tiempo que coloca en un primer plano el carácter contingente que reviste cualquiera de ellos.

Esta doble afirmación hace de lo político el momento de un fundar parcial, siempre fallido, y esto porque hay algo que subsiste y que no puede ser subsumido bajo la lógica del fundamento. Aquello que ha quedado afuera puede acosar lo fundado, puede incluso forzarlo hasta la des-fundación, pero este afuera no implica la desaparición de la necesidad del acto mismo de fundar. Por el contrario, lo potencia, puesto que este acoso (que no es anómalo sino estructural) convierte la fundación en el acto político por excelencia: lo político vive entre el fundar y el des-fundar. Este doble movimiento que produce un espacio intermedio donde lo político habita implica, a su vez, que sus efectos no se reducen a la institución de una forma de gobierno o una ideología en particular; por el contrario, se trata de dar cuenta de las condiciones de surgimiento, existencia, reproducción y finitud de toda entidad social, razón por la cual una ontología de lo político así entendida es, antes que una ontología regional, una ontología general (Marchart, 2009, p. 24).

Ahora bien, la postulación de la imposibilidad de un fundamento último es en sí misma una postulación de orden ontológico, y ello supone asumir que existe una brecha radical entre lo óntico y lo ontológico. Es gracias a esta brecha que la pluralidad de fundamentos posibles da cuenta de la pluralidad en la esfera óntica –la pluralidad “empírica” de lo social y de las identidades–, formulando de este modo una explicación ontológica y no meramente empírica de esta pluralidad. Es decir, no es porque el campo de lo social es empíricamente infinito que resulta imposible fundarlo (lo cual no explica la pluralidad sino que la mantiene como punto de partida), sino que hay algo del orden ontológico –la imposibilidad de un fundamento último– que hace posible la pluralidad al impedir la constitución final de la totalidad. Lo que se concluye de ello es que dicha imposibilidad no puede operar en algunos casos sí y en otros no, o bien que es algo que sólo se aplica a nuestra época posmoderna, pues de lo contrario, existiría la posibilidad de que, en determinados momentos históricos, ciertas fundaciones empíricas se conviertan en el fundamento, lo que debilitaría el estatus de imposibilidad. En síntesis, es postulando la necesidad de la imposibilidad de un fundamento último que podemos dar cuenta de la pluralidad de las entidades sociales. En otras palabras, hay una ausencia que resulta necesaria para producir el infinito campo de lo social (Marchart, 2009, pp. 30-34).

Retomando aquella idea de Martin Heidegger sobre el momento de la fundación solamente como un momento, una “mirada momentánea” (Augenblick), el posfundacionalismo desarrolla el concepto “momento de lo político”, entendiendo que desde esta perspectiva “la categoría ‘momento’ se refiere a esas instancias en las cuales el carácter abisal de lo social –la contingencia de sus fundamentos mismos– emerge y es reactivado o ‘actualizado’ por la práctica teórica y política” (Marchart, 2009, p. 39).

El “momento de lo político”, como ya dijimos, tiene como condición de posibilidad la necesaria ausencia de un fundamento último. Y si esta ausencia es necesaria, la contingencia de todos los fundamentos que de ella se deriva también lo es. Es decir, cuando hablamos de contingencia no se trata solamente de afirmar que las cosas “podrían haber sido de otra manera”, sino de afirmar que las condiciones de posibilidad, de ser, son al mismo tiempo las condiciones de su imposibilidad, de la imposibilidad de su plena realización. Eso es lo que significa la necesariedad de la contingencia, lo cual hace que revista un carácter cuasi trascendental, donde “cuasi” significa, por un lado, la necesidad de apoyar un cuestionamiento trascendental frente al empirismo (a lo social como fundamento positivo, que en el marxismo ha llevado el nombre de estructura económica), y al mismo tiempo, un debilitamiento desde adentro de dicho cuestionamiento, definiendo la condición de posibilidad de algo como su condición simultánea de imposibilidad (Marchart, 2009, pp.48-49). Dicho esto, el encuentro con la contingencia es el “momento de lo político” por excelencia, el momento ontológico de dar forma a la sociedad –tomando la expresión de Lefort (2004)–, una sociedad que llega a ser al mismo tiempo que deviene imposible como totalidad plenamente realizada.

La necesariedad de la contingencia podría significar que ella no está sometida a, ni depende de, las condiciones variables que impone el desarrollo de la historia, y en ese caso nos remitiría a la tradicional antinomia entre la ontología y la historia, pero en realidad esta postulación se presenta como una forma de comenzar a disolver la antinomia misma.

Para comprender esto debemos recordar la radical brecha que se abre entre lo óntico y lo ontológico, la cual nos impide acceder de manera directa al Ser de lo político sin atravesar alguna instancia óntica, pues esta brecha es la que nos indica que “todas las condiciones trascendentales [de posibilidad] surgirán siempre a partir de coyunturas empírico históricas particulares” (Marchart, 2009, p. 43; cursiva en el original), lo cual explica que aunque el encuentro con la contingencia fue, es y será siempre posible, sólo se actualiza en determinadas circunstancias históricas específicas que permiten encontrar la contingencia y la infundabilidad necesarias de la sociedad. Es por ello que

la cuestión no reside en el hecho de si la contingencia estuvo o no allí en épocas anteriores, sino, más bien, en cómo el encuentro con la contingencia –por ejemplo, bajo la forma de paradojas, de fortuna, de libertad, de antagonismo, de “democracia”– se realiza y justifica o se descalifica y deniega (Marchart, 2009, p. 53; cursiva en el original).

En definitiva, hay un momento de lo político instituyente de la sociedad que adquiere un estatus cuasi trascendental –donde uno de los sentidos del “cuasi” refiere a que la sociedad, para ser, nunca será plena­–, pero, al mismo tiempo, lo histórico es la condición para que emerja lo trascendental, y a ello refiere otro de los sentidos del “cuasi”, que significa a su vez que “la realización de la contingencia en cuanto necesaria es el resultado no necesario de condiciones empíricas” (Marchart, 2009, p. 51; cursiva en el original). De esta manera, la tensión que habilitaba la antinomia entre ontología e historia desaparece, y borra con ello el problema que supuestamente había que resolver.

Si hasta aquí hemos hablado de lo político es porque el pensamiento posfundacionalista deriva de sus presupuestos ontológicos una diferencia entre lo político y la política. Este último término se reservó para dar cuenta de las prácticas ónticas, de aquella esfera de actividades y relaciones (las elecciones, los partidos políticos, las formas de gobierno, la determinación de objetivos generales, las políticas públicas gubernamentales) diferenciada de otras esferas como la económica o la jurídica. De este modo, la política es entendida como el momento de actualización del fundamento ontológico.

El significado más importante que adquirió la noción de lo político hacía referencia a la primacía de lo político por sobre lo social indicando el momento de institución de una sociedad (Marchart, 2009, p. 73). (1) Esta primacía es la que nos coloca en el terreno de la ontología, aunque a ella le falte su propio objeto (el ser-como-fundamento), lo cual la convierte en lo que Jacques Derrida (1995) denominó hantologie, es decir, una ontología acosada por el espectro de su propio fundamento ausente. Esto es: en una era posmetafísica en la cual ya no hay un sustrato posible al que referirse para dar sentido al mundo y a nuestro accionar, la ontología política posfundacional en tanto que hantologie ya no puede tener por fin dar cuenta de lo que una sociedad es por oposición a lo que parece, como si detrás de su verdadero ser todavía existiera un fundamento único al que referirse para autenticarla. Por el contrario, se tratará de entender las entidades sociales en su pluralidad como apariciones contingentes.

Por otra parte, sostener la primacía de lo político no quiere decir, y esto vale aclararlo, que “todo es político”. Si así fuera, estaríamos ante una totalización plenamente efectiva donde nada ha quedado afuera, donde todas las entidades sociales han sido alcanzadas por la política (lo que podría pensarse como totalitarismo); o bien donde lo político como antagonismo se halle actualizado permanentemente en toda la sociedad (lo que podría ser una guerra civil universal). En cualquiera de los dos casos, donde todo es político nada es político (Marchart, 2009, p. 223) y cualquier realización plena es imposible de sostener desde el paradigma posfundacional.

Asimismo, habitar el terreno de la hantologie implica la imposibilidad de pretender una fundamentación ontológica de una política óntica particular, sea emancipadora o no, de modo que de las premisas del posfundacionalismo no puede desprenderse lógicamente una política de izquierda o democrática: ello es una decisión propiamente política. Lo que sí es cierto es que toda política democrática es posfundacional, entendiendo que la democracia es el modo que más dispuesto está a aceptar la ausencia de un fundamento último (tal como plantea Claude Lefort).

La conclusión a la que arriba finalmente Oliver Marchart sostiene que este nuevo paradigma del pensamiento político tiene por eje vertebral la diferencia entre “la política” y “lo político”, pues si bien lo político puede variar su significado según la constelación teórica en la que se encuentre, en todas sus expresiones la diferenciación entre los conceptos aparece como una necesidad (Marchart, 2009, p. 204). Y esto se debe a que no es una diferencia más entre otras, sino una diferencia ontológica, la cual refiere al “proceso de oscilación y dislocación que torna imposible cualquier fundamento estático” (Marchart, 2009, p. 86; cursiva en el original). En pocas palabras, la diferencia entre lo político y la política es otro nombre de la contingencia, un síntoma del fundamento ausente de la sociedad. Ahora bien, si asumimos todas las consecuencias de la primacía de lo político, veremos que la diferencia entre lo político y la política es ese espacio intermedio que ya es político, razón por la cual ésta es una diferencia política. Es decir, es el carácter político de la diferencia lo que nos explica su carácter ontológico, y no al revés. En palabras del propio Marchart: “no podemos pensar en el Ser excepto en el sentido de lo político; el ser-qua-ser se transforma en el ser-qua-lo político” (Marchart, 2009, p. 227; cursiva en el original).

Entonces, ateniendo a las premisas político-ontológicas del paradigma posfundacional, pensar la representación es hacer de ella un momento imposible y necesario a la vez. En franca analogía con el acto mismo de fundar, representar implicará el momento de constitución de una identidad que nunca podrá realizarse plenamente, de modo que la representación será siempre estructuralmente incompleta, fallida. Y sin embargo, dicha identidad deberá atravesar el momento representativo para ser. Sostenerse en la paradoja: dar cuenta de que sus condiciones de posibilidad son a la vez las condiciones de su imposibilidad.

Del mismo modo, la comunidad no puede cerrarse o totalizarse, no puede nunca ser completa; refiere antes a lo impropio y a la falta que a lo común y lo completo (Esposito, 1996, pp. 19-28). Se debilita su estatus ontológico, pero ello no significa que se la anule o se dé por sentada su inexistencia. Por el contrario, la comunidad, al igual que el fundamento, operan desde su ausencia, puesto que si fuera de otro modo caeríamos en la lógica de lo Uno, que es la del totalitarismo. Por todo ello, la representación será siempre incompleta, operando ya no desde su ausencia sino desde su condición de imposibilidad: aquel resto que se resiste siempre a subsumirse bajo la lógica de lo Uno es lo que le impide a la representación alcanzar la plenitud, y es gracias a (y no a pesar de) ello que la política y la democracia son posibles.

La democracia lefortiana: reconocer y preservar la ausencia

Cuando Claude Lefort contribuyó al debate abierto por Nancy y Lacoue-Labarthe sobre la diferencia entre la política y lo político, sostuvo que la política –como un subsistema social particular, como una esfera de actividades especializada donde se ejerce la competencia de partidos y donde se forma y se renueva la instancia general de poder (Lefort, 2004, p. 39)–, sólo surge como una función de lo que no es político, es decir, gracias a una relación de diferencia con lo económico, lo social, lo jurídico, lo estético, lo religioso (Lefort, 2004, p. 56). De modo que lo que hay que comprender es el principio de diferenciación en sí mismo, que posibilita la división de la sociedad en esferas autónomas, antes que describir el contenido de cada una de ellas. Pues la sociedad moderna es el producto de esa diferenciación, es decir, de ese acontecimiento con significado político que habla de la forma y la institución misma de la sociedad. En ese sentido, lo político, que designa los principios generadores de las diversas formas de sociedad (Lefort, 2004, p. 57), es la condición de posibilidad para que la política emerja. Pero ello se revela recién en la modernidad –cuando este subsistema se emancipa como tal de otras fuentes de legitimación, y surge como actividad autónoma– al mismo tiempo que se oculta. En palabras de Lefort:

Sin embargo, el que algo como la política haya venido a circunscribirse en una época, en la vida social, tiene precisamente un significado político que no es particular sino general. Es la constitución del espacio social, la forma de la sociedad, la esencia de lo que antaño se denominaba ciudad, lo que es puesto en juego a partir de este acontecimiento. Lo político se revela así no en aquello que llamamos actividad política, sino en ese doble movimiento de aparición y ocultamiento del modo de institución de la sociedad. Aparición, en el sentido en que emerge a lo visible el proceso por el cual se ordena y unifica la sociedad, a través de sus divisiones; ocultamiento, en el sentido en que un sitio de la política (sitio donde se ejerce la competencia entre partidos, donde se forma y se renueva la instancia general del poder) es designado como particular, mientras se disimula el principio generador de la configuración del conjunto (Lefort, 2004, p. 39).

Ahora bien, lo político funda la sociedad y le da su forma operando sobre una multiplicidad de dimensiones y divisiones, y a pesar (o en virtud) de ellas la sociedad logra verse a sí misma como unidad. Lograr la conformación de esta totalidad requiere de un punto de referencia externo desde el cual la sociedad pueda verse a sí misma como una. El poder es precisamente la dimensión, el polo simbólico que “señala hacia un afuera desde el cual [la sociedad] se define” (Lefort, 2004, p. 67; cursiva en el original). Sólo esta división, esta ruptura, esta dinámica interior-exterior puede poner a la sociedad en relación consigo misma, instituyendo un espacio común. Pero para no caer en la ficción del positivismo debemos cuidarnos de no proyectar esa exterioridad en la facticidad empírica, así como no podemos, ya en la modernidad, colocarla en alguna esfera de orden trascendental. De modo que sólo es posible postular esta división entre un adentro y un afuera como una autodivisión, entre la sociedad y ella misma como su otro. Es precisamente este proceso de autoexternalización, esta negatividad irresoluble lo que funda la sociedad al tiempo que le impide alcanzar un estado de plena reconciliación, de plena identidad consigo misma.

A partir de esto último se comprende que el conflicto sea una de las principales fuentes de cohesión social, porque sólo a través de él los individuos y los grupos se sitúan dentro de un mundo común, se afirman como miembros de una misma comunidad (Lefort, 2004, pp. 48-49). El conflicto político, en este sentido, no elimina la división social originaria sino que la transforma en diferencia política, y contiene así su violencia.

Asumir, entonces, la productividad del poder, esa capacidad para proveer de identidad a la sociedad a la que recién nos referimos, implica examinar su funcionamiento dentro del orden simbólico antes que sus determinaciones empíricas. Lo que hace el poder es poner en escena (mise-en-scène), representar a la sociedad para sí misma y, en ese mismo y único movimiento, darle una forma (mise-en-forme) y otorgarle sentido, hacerla inteligible (mise-en-sens) (Lefort, 2004, p. 59). Por todo ello, no puede haber sociedad sin poder y no puede haber poder sin representación (Marchart, 2009, p. 128).

Teniendo en cuenta estas consideraciones ontológicas de Lefort acerca de las sociedades modernas podemos adentrarnos en los efectos que tuvo la revolución democrática. Ella consistió en una mutación del orden simbólico que afectó la representación de la sociedad sobre sí misma, su forma y su sentido. El fin de la doctrina de los dos cuerpos del rey, que colocaba el poder en el cuerpo místico, trascendente, del rey, implicó una descorporización del poder, a partir de lo cual éste se convirtió en un lugar vacío, de modo que ese afuera que la sociedad debe tener como punto de referencia para conformar su identidad carece ahora de toda sustancia, de todo contenido positivo (Lefort, 2004, p. 33). (3) A partir de allí, la democracia es la forma de sociedad donde se han disuelto todos los referentes de certidumbre (Lefort, 2004, p.34), pues el vaciamiento del poder nos indica que la sociedad no está construida sobre un fundamento positivo estable, sino que la autodivisión es el único fundamento posible.

Estas consideraciones no son simplemente descripciones de hechos ónticos, de hechos que ocurren dentro de la sociedad moderna, sino afirmaciones ontológicas acerca de la sociedad (Marchart, 2009, p. 118). Razón por la cual la incertidumbre debe ser entendida como el sentido fuerte de la contingencia. Podríamos decir entonces que la revolución democrática fue un acontecimiento histórico contingente a partir del cual las condiciones ontológicas, cuasi trascendentales, de la sociedad pudieron efectuarse sin ser negadas. La democracia es, así, el momento en que el encuentro con la contingencia se realiza y justifica. En otras palabras: la revolución democrática es la que produjo las condiciones históricas empíricas para encontrar la contingencia y la infundabilidad necesarias de la sociedad, recordando que “la realización de la contingencia en cuanto necesaria es el resultado no necesario de condiciones empíricas” (Marchart, 2009, p. 51; cursiva en el original).

Por otra parte, en las sociedades democráticas la desimbricación de las esferas de la ley, del saber y del poder, el hecho de que cada una de ellas defina autónomamente sus propias normas y principios de legitimidad –lo que conlleva la delimitación de la política como una actividad específica–, abre un espacio propiamente político para la escenificación de los conflictos ante los ojos de todos los ciudadanos, institucionalizándolo y presentándolo como necesario, irreductible y legítimo (Lefort, 2004, p. 70). Y así “la legitimación del conflicto puramente político contiene el principio de una legitimidad del conflicto social en todas sus formas” (Lefort, 2004, p. 49). Y como ya no hay un fundamento único y último de la ley, del saber y del poder, el sentido de lo legítimo e ilegítimo, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, el engaño, la libertad y la dominación no pueden sino ser materia de un debate necesariamente interminable. Por esta misma razón, el Estado, el pueblo y la nación no tienen entidad substancial, sino que su representación “depende de un discurso político y de una elaboración sociológica e histórica siempre ligada al debate ideológico” (Lefort, 2004, p. 49).

Sin embargo, parece faltar algo en la definición de una sociedad democrática, pues el afuera sin sustancia, el poder como un lugar vacío y la disolución de todos los referentes de certeza debido a la ausencia de un fundamento último son al mismo tiempo las condiciones ontológicas de toda sociedad, las cuales pueden ser ocultadas (y así ha ocurrido) si el encuentro con la contingencia se descalifica y deniega. Entonces, ¿en qué consiste la especificidad del dispositivo democrático? La respuesta a este interrogante es que el vaciamiento del lugar del poder al interior de este dispositivo debe ser reconocido institucionalmente; es decir, debe haber un marco institucional que garantice la aceptación de la infundabilidad de lo social, donde la indeterminación y la incertidumbre no sólo sea aceptada y acogida sino también preservada. Los derechos humanos, la representación política y el sufragio universal son las principales instituciones que contribuyen a ello. (3) La representación política es ahora la forma institucionalizada del conflicto en tanto que es capaz de encarnar una diferencia que no es estática ni permanente ni positivamente definible. Como encarnación de la diferencia es lo que impide que el Estado se cierre en sí mismo y se configure como polo del poder total. La representación política es la que somete al Estado a la diversidad de las demandas y la que le recuerda que el gobierno depende siempre de la adhesión del pueblo (Lefort, 1992, p. 142). Y es “gracias a esta exhibición de los conflictos ante todos como la sociedad gana el doble sentimiento de unidad y de diferencia” (Lefort, 1992, p. 142). Y por todo ello institucionalizar significa reconocer la ausencia como ausencia, en vez de intentar hacerla presente y borrarla así como lo que es. En síntesis: “Lo que caracteriza a la democracia no es tanto la lógica de la infundabilidad y la autodivisión como el reconocimiento de esa lógica en tanto constitutiva” (Marchart, 2004, p. 145).

Ernesto Laclau: nombrar al pueblo

Exponer y analizar la teoría política de Ernesto Laclau nos permite poner en relación las nociones de lo político, de representación, de identidad y de comunidad con la idea de hegemonía. Discutir esta categoría y sus implicancias será, además, parte del debate a través del cual pretendemos actualizar el pensamiento político posfundacional a fin de que siga siendo un paradigma productivo para analizar los tiempos que corren, especialmente en la región suramericana. En primer lugar, debemos introducirnos en la teoría del discurso desde la cual Laclau comprende la política. El discurso es el terreno desde el cual se constituye la objetividad de lo social, lo que implica sostener el carácter material de toda estructura discursiva y la performatividad del lenguaje, por lo que se afirma que la distinción entre elementos lingüísticos y extralingüísticos sólo es posible al interior de un discurso. (4) Ante la creciente proliferación de las diferencias, ante el exceso de sentido propio del campo de la discursividad, el discurso es el intento de detener el flujo de las diferencias y constituir un centro. Las prácticas articulatorias son aquellas que establecen “una relación tal entre los elementos, que la identidad de éstos se ve modificada como resultado de estas prácticas” (Laclau y Mouffe, 2004, p. 143). El efecto de estas prácticas es una totalidad estructurada (discurso) que regula la dispersión del sentido a través de la fijación parcial de puntos nodales, los que limitan la productividad de la cadena significante haciendo posible la significación. En síntesis:

La sociedad no consigue nunca ser idéntica a sí misma, porque todo punto nodal se constituye en el interior de una intertextualidad que lo desborda. La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad (Laclau y Mouffe, 2004, p. 154; cursiva en el original).

Aquí se está suponiendo que la significación es siempre relacional, es decir, que se constituye como un sistema de diferencias que sólo se relacionan como tales al interior de una totalidad. Esto implica que la posibilidad de significación es la posibilidad de la totalidad y ésta depende, a su vez, de la constitución de sus límites; es decir, del quiebre del proceso de significación. De modo que la significación está habitada por una imposibilidad estructural que impide que la estructura se cierre por completo y que se conforme una totalidad completamente suturada. La importancia del límite radica, entonces, en que es la línea que traza la frontera con un exterior que es constitutivo de la totalidad estructurada. Ese límite lleva el nombre de dislocación (5) y le otorga a la estructura un carácter indecidible, a partir del cual la relación entre ésta y el agente se torna posible como relación. Es decir, si se concibiera a todo agente social como pura voluntad libre, la estructura en sí misma desaparecería como determinante de la decisión. En cambio, si el agente sólo pudiera seguir los designios de la estructura, sería él el que se vería anulado como determinante de la decisión. Pero si la estructura misma es indecidible, de modo que las decisiones tomadas a partir de ella no estuvieran ya determinadas por ella misma, lo que ocurre es que toda decisión se revela como contingente, es decir, como fundamentalmente política. La decisión, así, no es otra cosa que un acto de represión de toda una serie de alternativas posibles no realizadas y, por lo tanto, se conforma como una relación de poder. En este contexto, el sujeto no es más que la distancia entre la estructura indecidible y la decisión; por ello, cuanto más dislocada esté la estructura, cuanto más se radicalice la dimensión de indeterminación, más se extiende el campo para la práctica política. (6) Dice Laclau:

La situación de dislocación es la situación de una falta que presupone la referencia estructural (…) Esto significa que el sujeto parcialmente se autodetermina; pero como esta autodeterminación no es la expresión de algo que ya es sino, al contrario, la consecuencia de su falta de ser, la autodeterminación sólo puede proceder a través de actos de identificación (Laclau, 2000, pp. 59-60; cursiva en el original). (7)

El momento en que se reprimen ciertas alternativas posibles es el momento de “institución originaria de lo social”, y a ello Laclau denomina lo político, con lo que revela su primacía respecto de lo social y, por ende, su carácter ontológico. En tanto que la política es entendida como los actos de institución política; es decir, los momentos en los que el fundamento ontológico (ausente) es actualizado en la esfera óntica (el encuentro con la contingencia). En la medida en que el momento instituyente es exitoso, se produce un olvido, un borramiento de las huellas de su carácter contingente, y se produce la sedimentación de lo social o, en otras palabras, la objetividad (Laclau, 2000, pp. 50-51). Pero esta sedimentación no puede ser nunca completa y para siempre, porque en determinadas coyunturas históricas debe enfrentarse a la re-emergencia de esas otras alternativas posibles que fueron reprimidas, y que se presentan como antagónicas respecto del orden social instituido. De esta manera, a través de los antagonismos, se revela el carácter contingente de la pretendida objetividad (8), se reactiva el momento de lo político y produce un acontecimiento. A partir de aquí, Laclau concluye que “La distinción entre lo social y lo político es pues ontológicamente constitutiva de las relaciones sociales (…) Pero la frontera entre lo que en una sociedad es social y lo que es político se desplaza constantemente” (Laclau, 2000, p. 52; cursiva en el original).

Es entonces el carácter abierto de lo social y la necesidad de suturarlo para que sea posible como sistema significativo lo que habilita las prácticas hegemónicas. Es precisamente la “falta” originaria lo que ellas intentan llenar (Laclau y Mouffe, 2004, p. 77). Para comprender en qué consisten las prácticas hegemónicas, lo primero que debemos aclarar es que las particularidades no son simplemente entidades fácticas, empíricas, sino que deben constituirse como identidades diferenciales; es decir, como momentos internos de un sistema discursivo. Por esta razón, las particularidades están internamente escindidas al ser los puntos de cruce de la lógica de la diferencia –en la cual cada elemento es una diferencia en sí misma– y la lógica de la equivalencia, en la que los elementos se relacionan como equivalentes entre sí al pertenecer al lado interno de la frontera. Este carácter ambivalente es constitutivo; es decir, las particularidades no son estadios intermedios a la espera de una síntesis más elevada que defina su sentido (Laclau, 2008, p. 355).

Dicho esto, se trata ahora de comprender cómo las particularidades se relacionan entre sí para llegar a constituir una identidad social o política; esto es, cómo distintas demandas (9) establecen entre sí un vínculo equivalencial y cómo se logra expresar ese lazo. Pues bien, la posibilidad de expresar esa cadena de equivalencias, la posibilidad de expresar la unidad, depende de la posibilidad de producir un significante vacío (lo que depende de la apertura de lo social). Un significante vacío es un vacío siempre al interior de la significación (hay un punto dentro del sistema que es constitutivamente irrepresentable), por lo que no es ni un “significante sin significado” ni un significante ambiguo o equívoco. Es un significante particular (una diferencia al interior del sistema) que se vacía –es decir, que pierde, aunque nunca completamente, su identidad diferencial, para privilegiar la dimensión equivalencial–, con el objetivo de encarnar la cadena equivalencial en sí misma (Laclau, 1996). Como hay una necesidad estructural de representar el “puro ser del sistema”, pero ello es a la vez constitutivamente imposible, un significante particular debe vaciarse para adquirir esta función representativa, la cual cumplirá siempre de forma parcial, incompleta, inadecuada y por un tiempo finito. Las luchas hegemónicas son, entonces, las luchas políticas por determinar cuál será el significante particular que encarne la universalidad.

Ahora bien, el carácter contingente del resultado de estas luchas no quiere decir que cualquier elemento del sistema pueda cumplir esta función, y ello porque se asume “el carácter desnivelado de lo social”. Es decir, cuando se pone en cuestión al sistema nunca se lo hace en su totalidad, de modo que siempre quedan ciertos sedimentos de lo social con los cuales no hay que colisionar a fin de que la representación tenga credibilidad y efectividad. Es por ello que la legitimidad del significante vacío dependerá de que no choque con lo que la sociedad ya es. Pero como lo que es cambia a lo largo de la historia, no hay nada lógica o necesariamente predeterminado. Teniendo esto en cuenta, la representación no es la operación política mediante la cual se realiza una esencia preestablecida, o una traslación de una demanda social a la esfera política, sino la operación mediante la cual las identidades sociales y políticas se constituyen.

Comprender esto implica entender que es a través de la producción de un significante vacío que se conforma el sentido de comunidad, pero como la comunidad no tiene forma ni sustancia propia sino que, por el contrario, es una plenitud ausente, debe tomar prestada una identidad diferencial al interior del sistema. Cuando esto ocurre, los elementos que conforman la cadena no permanecen como lo que eran, sino que se ven modificados por el lazo equivalencial mismo: si en un primer momento son los elementos los que le otorgan identidad a la cadena, ahora es la cadena la que opera identitariamente sobre esos elementos, y se torna fundamento de ellos (Laclau, 2005, p. 122). Si esto es posible es porque el nombre se ha emancipado del concepto, porque ya no hay transparencia entre uno y otro. Es decir que la representación, asimilada ahora a las operaciones de nominación, implica asumir que aquello que se nombra, que se representa, no es sino el efecto retroactivo del nombre. (10) Por ello lo universal no tiene que ver con el formalismo, en el sentido de que no es el producto de un proceso de abstracción, como tampoco desempeña un papel trascendental (en el sentido metafísico). Lo universal es sólo un efecto, un acontecimiento, de modo que los límites a las particularidades que pueden “llenar” este “lugar” –que no es sino el reverso de la falta– los pone el contexto en el cual la lógica hegemónica se desarrolla. En palabras de Laclau: “El resultado de la construcción histórica [del universal] no es llenar un lugar trascendentalmente establecido, sino la producción y el desplazamiento constante de ese lugar” (Laclau, 2008, p. 352).

Si la representación es, entonces, la forma de hacer presente la plenitud de la comunidad ausente, no puede nunca ser total, porque si lo fuera el re de la representación desaparecería, puesto que se trataría de una misma voluntad haciéndose presente en dos lugares distintos. Es por ello que al apuntar a la construcción de algo nuevo, se comprende que la dislocación entre representantes y representados es constitutiva de la relación de representación. Y ello porque esa dislocación, a la vez que se presenta como una amenaza para la identidad, la constituye (Laclau, 2000, p. 55). Pretender eliminar esa brecha entre representantes y representados es pretender una transparencia que haría imposible el trabajo de la política.

Según expone Laclau en La razón populista, la construcción del pueblo “revela a la representación por lo que es: el terreno primario de constitución de la objetividad de lo social” (Laclau, 2005, p. 206). Construir al pueblo requiere, entonces, de una doble operación retórica: por un lado, la dimensión catacrética, y por otro, la dimensión que se expresa en la figura de la sinécdoque. Y ello porque ya no se trata, solamente, de que un significante se vacíe para asumir la representación del pueblo (y que en ese movimiento el representante agregue algo a la identidad de los representados), sino también de que esa particularidad se asuma como la “parte” que viene a representar al todo.

Teniendo esto en cuenta, la operación populista comienza (aunque no en un sentido temporal) con la aparición de un antagonismo que implica un espacio social fracturado ante la existencia de demandas insatisfechas y de un poder insensible a ellas. Lo que es lo mismo que decir que el antagonismo surge como la experiencia de una falta, de una deficiencia, cuyo reverso imaginario es la plenitud de la comunidad, razón por la cual aquellos que son vistos como los responsables de la insatisfacción (el poder) no pueden ser incorporados al lado interno de la frontera que traza el antagonismo. Entre estas demandas se produce luego una articulación equivalencial donde se privilegia lo que ellas tienen en común, pero siempre teniendo en cuenta que ello no es un componente abstracto positivo, sino solamente el efecto performativo de la frontera antagónica. Finalmente, cuando estas demandas se unifican en un sistema estable de significación, se cristaliza una identidad popular, lo que implica que es el lazo equivalencial como tal el que ahora opera sobre las particularidades y se torna fundamento de ellas. Es decir, se invierte la relación entre las demandas particulares y el lazo equivalencial, de modo que es el pueblo el que actúa sobre los elementos que lo constituyen, modificándolos. Podemos decir entonces que la cristalización de una identidad popular se realiza a través de una operación hegemónica cuando una de las demandas particulares de la cadena equivalencial se vacía para encarnar la universalidad del pueblo. Cuál particularidad sea la que asuma este rol dependerá de la lucha política. Por último, en el populismo, a diferencia de lo que ocurre en el institucionalismo (11), el pueblo (la plebs) es la parte que aspira a constituirse como la única totalidad legítima (el populus), siendo ésta la específica forma de totalización, de trazar los límites de lo representable, que distingue al populismo de otras lógicas posibles. Ante lo cual cabe recordar que este modo de operación que es el populismo es tan contingente como cualquier otro, puesto que no hay necesidad lógica que lo explique o que lo haga nacer.

En definitiva, lo que hace que el populismo sea una lógica política y no un simple componente característico de un tipo de gobierno es que genera un efecto de totalización: por un lado, estableciendo una frontera de exclusión, dividiendo a la sociedad, y, por otro, ensayando permanentemente una recomposición de esa fragmentación que intenta suturar dicho campo a través del establecimiento de equivalencias. Los nombres del pueblo constituyen su propio objeto, es decir, dan unidad a un conjunto heterogéneo de demandas. Pero el movimiento inverso también opera. Esto es, esos nombres nunca pueden controlar enteramente cuáles son las demandas que encarnan y representan. Las identidades populares son siempre los sitios de tensión entre estos dos movimientos opuestos y del precario equilibrio que logran establecer entre ellos (Laclau, 2005, p. 140). Si este equilibrio es precario es también porque la frontera dicotómica no se mantiene estable. Es decir, ante proyectos hegemónicos rivales, ante intentos diversos y enfrentados de constituir al pueblo, el significado de las demandas que reciben presión de estos distintos proyectos resulta flotante, indeciso ante la posibilidad de unirse a una u otra cadena de equivalencia (Laclau, 2005, pp. 163-174).

Esta forma de comprender el populismo, al referir a las dimensiones instituyentes de carácter ontológico, no puede afirmar nada acerca de los contenidos ónticos que lo actualizan o de su articulación institucional, pues ambas cuestiones dependen del contexto histórico contingente. Precisamente por ello, los potenciales nombres del pueblo pueden tener signos políticos opuestos, lo que podría comprobarse al observar que, mientras en la actualidad en Suramérica se habla, al mismo tiempo, de gobiernos populistas y de un “giro a la izquierda” a nivel regional (Arditi, 2008; Sader, 2009), en Europa el populismo ha sido asociado al ascenso de los partidos de derecha (Stavrakakis, 2009; Mouffe, 2009).

Si la teoría que propone Laclau resulta productiva para comprender las identidades sociales y políticas como efectos de un proceso de constitución política contingente, aún resta dilucidar algunos puntos problemáticos: A) En primer lugar, se trata de comprender si la forma hegemónica de la política depende de un contexto histórico contingente o si se le asigna un carácter necesario de orden ontológico; o en todo caso, desentrañar las implicancias de esta ambivalencia. B) En segundo término, dar cuenta de las especificidades de la operación populista, cuando ésta comienza a adquirir rasgos similares a la democracia radical. C) En relación con esto último, se tratará de analizar cuál es el estatus de la heterogeneidad social, de aquello que es irrepresentable, y cómo este exceso opera políticamente en relación con la falta.

Contrapuntos

A) La práctica hegemónica consiste, por un lado, en la fijación parcial siempre precaria de los sentidos a través de la institución de puntos nodales que dan forma a la imposible sociedad y, al mismo tiempo, en el vaciamiento de un significante particular para que encarne la forma del universal. Ahora bien, si éstas son las condiciones ontológico-políticas de institución de la sociedad, se concluye que la forma hegemónica de la política se torna necesaria, o más bien, se convierte en su forma universal. Según expone Benjamín Arditi, el punto problemático que esto conlleva es el siguiente: si la contingencia es necesaria y la política es necesariamente hegemónica, la hegemonía no se somete a la prueba de su propia contingencia. Sin embargo, también se ha sostenido que la dimensión hegemónica de la política depende del grado de apertura de lo social (Laclau y Mouffe, 2004, p. 182), lo que supone afirmar que la forma hegemónica de la política se expande de acuerdo a condiciones empírico-históricas. Todo ello es lo que le hace decir a Arditi que la forma que tiene Laclau (junto a Mouffe) de abordar la hegemonía “se posiciona menos en la diferencia entre lo óntico y lo ontológico que en la oscilación entre uno y otro” (Arditi, 2007, p. 206), y que aunque política y hegemonía no se superpongan, la brecha entre ellas se va cerrando a medida que nos acercamos hacia una democracia radical. Si Arditi critica el cierre de la brecha es porque para él ese cierre impide pensar formas no hegemónicas de la política –el éxodo o la política viral, que no trataremos aquí–, que, aunque sean más o menos efectivas, no pueden ser irrelevantes. Žižek ha expuesto una crítica similar en los siguientes términos:

La verdadera cuestión es: ¿cuál es el estatus exacto de esta “generalización de la forma hegemónica de la política” en las sociedades contemporáneas? ¿Es en sí mismo un hecho contingente, el resultado de la lucha hegemónica, o es el resultado de alguna lógica histórica implícita que no es en sí misma determinada por la forma hegemónica de la política? (Žižek, 2003, p. 319).

La oscilación entre lo óntico y lo ontológico, el cierre de la brecha entre política y hegemonía (cuya consecuencia sería la relación lógica entre hegemonía y democracia radical, algo que el propio autor descarta), son algunas dificultades de la teoría de Laclau, y a las que ha intentado responder de la siguiente manera

En cuanto a si la “hegemonía” es una categoría que pertenece a la teoría general de la sociedad –es decir que funciona como una suerte de “a priori social”– o, por el contrario, describe una articulación específicamente moderna de lo político, diré lo siguiente: toda sociedad constituye su propia estructura “trascendental” a partir de una experiencia particular que, a pesar de su particularidad, ilumina aspectos generales del funcionamiento social que no pueden reducirse a la temporalidad de esa experiencia. (…) [La hegemonía] sólo podría haber surgido del terreno histórico de la modernidad, pero sus proyecciones teóricas van mucho más allá de esos límites temporales (Laclau, 2008, p. 398).

A nuestro entender, esta respuesta comienza a acercarse a la interpretación de Marchart sobre la disolución de la antinomia entre ontología e historia que lograba el pensamiento político posfundacional. Sin embargo, nos resulta menos clara que aquella, puesto que expresiones como “iluminar aspectos generales del funcionamiento de la sociedad” o “ir más allá de esos límites temporales”, si bien indican algo acerca de la relación entre trascendencia y experiencia, no terminan de dilucidar el centro de la cuestión. Para responder a este interrogante, recordemos lo expuesto previamente: la brecha insalvable entre lo óntico y lo ontológico es la que nos impide abordar el Ser de lo político de manera directa, sin atravesar ninguna instancia óntica, y la que nos indica que “todas las condiciones trascendentales [de posibilidad] surgirán siempre a partir de coyunturas empírico históricasparticulares” (Marchart, 2009, p. 43; cursiva en el original), lo cual explica que aunque el encuentro con la contingencia es siempre posible, sólo se actualiza en determinadas circunstancias específicas. En síntesis, si el encuentro con la hegemonía es siempre posible, estas prácticas se extienden cuando la apertura de lo social es reconocida antes que negada.

B) En lo que refiere a las especificidades del populismo, estas parecen desvanecerse cuando el mismo Laclau nos dice que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista”. Aunque con la salvedad de que “esto no implica que todos los proyectos políticos sean igualmente populistas [sino que] eso depende de la extensión de la cadena equivalencial que unifica las demandas sociales” (Laclau, 2005, p. 195; cursiva en el original). ¿Supone esto que, cuanto más amplia es la cadena equivalencial, más posibilidades tiene la operación “hegemónico-populista” de mantenerse? Si es así, éste es el mismo sentido en el que Laclau y Mouffe hablan de la democracia radical: una práctica política es más democrática cuanto más se logre extender la cadena de equivalencias a la mayor cantidad de identidades posible. Pues bien, ¿dónde reside entonces la especificidad del populismo? ¿Cómo distinguir una identidad populista de una que no lo es? ¿Dónde hallar la clave para que populismo no se convierta en un sinónimo de política o de lógica hegemónica?

Para Sebastián Barros, la especificidad del populismo reside en que la ruptura que éste genera cuestiona todo el espacio de representación como tal, puesto que aquello que pretende incluir en ese espacio (que Rancière llamaría policía) es una heterogeneidad radical que rompe con la homogeneidad institucional. “Esa heterogeneidad es la idea de un ‘pueblo’ que siempre resiste la completa integración simbólica, aun dentro de una articulación populista” (Barros, 2005, p. 10).

Lo que se le está cuestionando a Laclau aquí (y a esto refiere, en parte, el contrapunto C) es la concepción de toda demanda como diferencia, o mejor dicho, de toda demanda ya como demanda; es decir, ya incluida dentro del espacio de representación. Se trata entonces de ir un paso más atrás, de dar cuenta de que la especificidad del populismo reside en el conflicto que éste produce cuando lo que se quiere incluir es lo irrepresentable. De este modo, se pone en cuestión a la comunidad misma, puesto que lo que se “desajusta [es] el carácter común de la comunidad” (Barros, 2005, p. 10). Si bien es cierto que Laclau reconoce la productividad que tiene la heterogeneidad social, no le otorga el mismo estatus que Barros a la hora de comprender el populismo, puesto que no termina de explicar cómo es la operación mediante la cual dicha heterogeneidad se convierte en una demanda y accede al campo de la representación. Esa operación es precisamente la que le otorga especificidad a la lógica populista.

Ahora bien, Barros también sostiene el carácter espectral del populismo, indicando la presencia de algo inquietante, que incomoda, que asedia, que pareciera estar fuera de lugar (la heterogeneidad radical). La espectralidad del populismo implica, entonces, dar cuenta de que toda articulación hegemónica estará asediada por lo excluido. Ese fantasma lleva el nombre de pueblo, y por eso Barros puede decir que “el populismo es-no-siendo” (Barros, 2005, p. 10). Cuando ese espectro asedia, cuando el populismo se activa, se pone en escena esa heterogeneidad excluida. De su carácter espectral proviene, entonces, la imposibilidad de constituir una institucionalización estable, porque lo que se nos recuerda es que hay algo siempre necesariamente excluido, inaprensible.

C) Jacques Rancière es quien nos habilita este último contrapunto porque en su teoría lo excluido adquiere otro lugar. Rancière denomina lógica policial a aquella que instaura y reproduce una regla del aparecer de los cuerpos, asignándoles nombres, lugares y funciones determinadas. Cuando ella opera, se conforma un orden de lo visible y de lo decible, en tanto que dicha regla define qué palabras serán entendidas como discurso y qué palabras sólo aparecerán como ruidos. Es el lugar de las instituciones, de las relaciones entre el ciudadano y el Estado, de la representación a través del voto. La lógica policial es la que define la superficie discursiva o el campo de la representación como tal, aunque olvide y borre las marcas de la contingencia, las relaciones de poder que la han hecho posible. Pero no todas las entidades son representadas, pues han quedado fuera de la cuenta social las “partes que no tienen parte”.

Así, el momento en que “los sin parte” intentan irrumpir sobre esa superficie discursiva es el momento en el que se activa la lógica política. La lógica política subvierte la lógica policial, lo que implica un desplazamiento de los cuerpos, una desunión de las identidades frágiles y contingentes, pero eficazmente fijadas dentro del orden policial. Así, la política es el momento del desacuerdo fundamental acerca de quién es “parte”, es la ligazón de lo desligado y la cuenta de los incontados. Es el desacuerdo sobre qué es ruido y qué es palabra, es el momento en el que se inaugura un nuevo espacio de significación, cuando el litigio es acerca de la existencia misma del litigio. Es el conflicto más fundamental, porque define quién es parte de la comunidad política. La comunidad política aparece como tal cuando se introduce un litigio, una distorsión acerca de la cuenta de sus partes, cuando esa cuenta es siempre errónea porque lo que ha emergido es la parte de los sin parte, la parte que inaugura el espacio vacío y el tiempo muerto, la parte que desplaza a los cuerpos de la naturalidad de sus funciones y de la identificación evidente. La lógica política irrumpe así cuando se devela el carácter contingente de la relación gobernantes-gobernados, cuando se verifica la igualdad de todos con todos en tanto sujetos parlantes, pues para obedecer una orden no sólo hay que comprender la orden sino comprender que hay que obedecerla (Rancière, 1996).

Ahora bien, esta comunidad de los iguales que se inaugura o que irrumpe debe ser constantemente reactualizada para ser, puesto que se trata de un proceso continuo de renovación de actores y de subjetividades, siempre teniendo en cuenta que no es un objetivo a alcanzar sino un supuesto desde el cual la acción deviene posible. Y es precisamente por ello que la comunidad no puede existir bajo la forma de una institución social estable: “la garantía de la permanencia democrática [pasa] por la posibilidad, siempre abierta, de una emergencia de ese sujeto que eclipsa” (Rancière, 2007, p. 88):

La democracia no es ni un tipo de constitución ni una forma de sociedad (…) Es simplemente el poder propio de los que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados. (…) El escándalo de la democracia, y del sorteo que es su esencia, es revelar que ese título no puede ser sino la ausencia de título; que, en última instancia, el gobierno de las sociedades no puede descansar más que en su propia contingencia (Rancière, 2006, pp. 70-71).

Como se habrá hecho evidente, esta idea de democracia asume las consecuencias de la premisa acerca de la necesaria imposibilidad de un fundamento último y de la necesaria contingencia de todo orden fundado. Razón por la cual parece ser más preciso hablar de proceso democrático que de democracia, en tanto que no puede institucionalizarse o completarse plenamente. Pero cabe aclarar que el hecho de que la democracia no se identifique con una forma jurídica específica no implica, tal como afirma Rancière, que ésta deba resultarle indiferente. Significa más bien que “el poder del pueblo está siempre más acá o más allá de esas formas” (Rancière, 2006, p. 80). De lo contrario, la democracia no permitiría el surgimiento de ese sujeto que eclipsa, de esa parte de los sin parte, de aquellos que no tienen título; del pueblo, diría Barros. Entonces, el contrapunto que proponen tanto Barros como Rancière es el que habilita la comprensión de la operación mediante la cual los ruidos se convierten en palabras, explicando cómo lo radicalmente excluido ingresa al campo de la representación como demanda, otorgándole un lugar al exceso, que no sólo se autonomiza conceptualmente de la falta, sino que opera políticamente dándole otra forma al espacio de significación.

Actualizar la teoría: el posfundacionalismo interpelado

El pensamiento político posfundacional que analizamos hasta aquí se constituye en un nuevo paradigma para analizar el mundo contemporáneo; sin embargo, su surgimiento hace ya unos treinta años invita a actualizarlo con el fin de que mantenga y profundice toda su productividad. Especialmente si tenemos en cuenta que este modo de comprender la política, lo político, la representación –caracterizado por el énfasis en la ruptura instituyente y en el momento fundacional– es propio de un contexto histórico en el que el fantasma que todavía asediaba llevaba por nombre el totalitarismo. De lo que se trata para nosotros ahora es de “actualizar” aquello que nos asedia para, a continuación, preguntarnos si dicha actualización no nos obliga a prestar algo más de atención al momento institucional de la representación, sin descuidar, por supuesto, el momento fundacional.

La forma general, y probablemente la más difundida, de actualizar este asedio es dar cuenta de las características de la sociedad globalizada, ya que, al tener esto en cuenta, los peligros que debe enfrentar un proyecto transformador y democrático ya no serían del orden de la rigidez, la totalización, lo cerrado, la osificación, el olvido y la negación de la contingencia, sino más bien lo contrario. Para quienes interpretan en esta clave, el problema fundamental parece ser la dispersión, la imposibilidad de constituir una unidad. En otras palabras, se podría decir que el peligro no lo constituye el exceso de representación, sino su escasez. Pero a nuestro entender, el fantasma actual no se parece tanto (o solamente) a la dispersión, sino más bien a la dilución.

Quienes tenemos en cuenta el desarrollo de los acontecimientos políticos que se sucedieron en la Argentina desde 2001, pero también los procesos que alrededor de esos años tuvieron lugar (y continúan) en Venezuela (1999), Brasil (2003), Bolivia (2006), Ecuador (2007), por citar algunos ejemplos, somos asediados por un interrogante que no desconoce la importancia de la ruptura instituyente ni tampoco da por sentado el actual orden de las cosas. Sin embargo, y precisamente por ello, comenzamos a preguntarnos si no existe actualmente la necesidad de apelar al momento institucional de la representación; es decir, al momento en el que la identidad política emergente encuentra las herramientas para sostenerse en el tiempo, pero también para intensificarse y expandirse.

Al preguntarse entonces por los mecanismos a través de los cuales se cristaliza, se sedimenta, se extiende y se intensifica una identidad política, surge también el interrogante por el papel que les cabe en estos procesos a los liderazgos, por un lado, y al Estado, por otro, considerando a ambos distintas instancias o estructuras articulatorias. No se pretende aquí reflexionar específicamente sobre estas cuestiones complejas, pero sí nombrarlas para poner ante nosotros ejemplos concretos de discusiones que están lejos de ser saldadas.

Decimos esto considerando aquellas posiciones que, por entender que cualquier construcción política alternativa debe partir de la potencialidad de las acciones colectivas que emergen y arraigan en la sociedad civil, descartan de cuajo que el Estado nacional pueda convertirse en un espacio o instancia de articulación política sustantiva. (12) De este modo, quienes sostienen esto, por un lado, se niegan a debatir sobre la productividad de ciertos caminos de acción (por ejemplo, la conquista del poder estatal nacional). Y por otro, cuando ciertas coyunturas históricas concretas los interpelan, se ven obligados a realizar “rodeos” teóricos para continuar defendiendo sus premisas. Algo similar sucede con aquellos postulados que sostienen el carácter necesariamente conservador y antidemocrático de la figura del líder (de Ípola, 2009).

Estos señalamientos respecto del rol del Estado y la figura del líder pretenden evitar cualquier tipo de esencialización purista de los movimientos sociales que emergen y arraigan en la sociedad, para destacar, por el contrario, su carácter político. De esta manera, los movimientos sociales que deciden ser también un partido político no han sido necesariamente cooptados, la organización asamblearia que en algún momento reconoce a un líder no ha sido pervertida, ni la decisión de presentarse a elecciones con el objetivo de tomar el poder del Estado se convierte en una concesión automática al capitalismo. Esto se puede comprender mejor si tenemos en cuenta que, en la actualidad, la democracia y la política de izquierda por-venir “incluye pero a la vez rebasa el marco electoral” (Arditi, 2008, p. 16), no se desarrolla ni exclusivamente por fuera ni por dentro.

Ahora bien, preguntarse por la cristalización de una identidad política y, más específicamente, por la cristalización de un pueblo, implica enfrentar otros interrogantes. En primer lugar, habría que responder si la cristalización de un pueblo no implica necesariamente que lo mismo suceda con su enemigo, con su adversario situado al otro lado de la frontera antagónica. Si la respuesta es afirmativa, tal vez deberíamos darles la razón a quienes acusan al populismo de tender hacia la sustancialización y, por ende, hacia el no reconocimiento de la legitimidad del otro.

Sin embargo, hay por lo menos dos puntos que impiden llegar a esta conclusión. Por un lado, la cristalización no es idéntica a la sustancialización cuando desde el principio lo que se reconoce es el carácter político de las demandas, del pueblo que se conforma a partir de ellas y también (y sobre todo) de los enemigos de ese pueblo. Este reconocimiento (que puede leerse en clave lefortiana) es fundamental para comenzar a formular una respuesta a aquellas posiciones que sostienen que la lógica populista implica, necesariamente, la reificación del enemigo en una entidad concreta positiva, a partir de lo cual deducen que solamente el aniquilamiento del otro restauraría la justicia. Desde aquí no habría, entonces, diferencias importantes entre fascismo y populismo. Contra esto debe evidenciarse el carácter político de las identidades, de la del pueblo y de la de sus enemigos, puesto que ello no sólo legitima el conflicto y no la aniquilación, sino que además recuerda la imposibilidad constitutiva de que el pueblo adquiera una identidad totalizada. (13)

Por otra parte, el proceso de cristalización no sólo hace referencia a la intensificación (la menor preponderancia del carácter diferencial de las particularidades), sino también a la extensión, a la incorporación de más y más particularidades. Y resulta razonable concebir que si la cadena de equivalencias popular se extiende, también lo hace la cadena de equivalencias de los enemigos del pueblo. De modo que la cristalización de una identidad popular es de carácter dinámico, ya que en el proceso en el que la plebs intenta tomar el lugar del populus, ni una ni otro permanecen idénticos a sí mismos, lo que permite que algunas particularidades se incorporen y otras se desprendan.

Estas reflexiones pretenden introducir algunas preguntas sobre un problema que comienza a tomar cada vez más relevancia, ya que en algunos casos han pasado casi diez años del inicio de los nuevos procesos políticos de la región: qué significa cristalizar una identidad política. Aquí el proceso de cristalización puede ser comprendido como sinónimo de un momento institucional de la representación, partiendo de la hipótesis de que la cristalización / institucionalización es la forma de sostener una identidad en el tiempo (lo que, a su vez, habilitaría sostener y/o profundizar un proceso político). Ahora bien, la permanencia no remite necesariamente a lo estático, sino que, por el contrario, puede depender del carácter dinámico que le permita extenderse.

Por otra parte, cabría preguntarse si la cristalización de una identidad consiste también en reducir los grados de ambigüedad e indeterminación en la definición del pueblo y de sus enemigos, y si una definición precisa no es en realidad tan constitutivamente imposible como la conformación de un pueblo total. Pero aun así, queda pendiente discutir si la cristalización es una cuestión cuantitativa, de mayores o menores grados de indefinición, o si se trata de una cualidad que no puede ser medida. Por ahora, lo que sí podemos postular es que si queremos desterrar toda idea de esencia o sustancia, la cristalización no puede remitir a la imagen de un núcleo duro y consolidado que no se modifica, rodeado circunstancialmente de más o menos particularidades algo más volátiles y flotantes. De lo contrario, fácilmente dicho núcleo ocuparía el lugar del fundamento último del pueblo.

Lo que hasta aquí podríamos decir es que la lógica populista, a través de la cual se conforma al pueblo como una identidad, impide por sí misma que se realice eso que Žižek llama su inherente “tendencia al fascismo” (2008). En primer lugar, porque siempre quedará un resto heterogéneo que no se puede incorporar, lo cual puede leerse como una representación imposible por defecto o por exceso. En segundo término, es la constante incorporación de particularidades a la cadena de equivalencias, ese movimiento extensivo, el que impide la clausura y la totalización.

Se trata de pensar en espiral: rehacer y resignificar esa pregunta por un ordenamiento, específicamente por el momento institucional de la representación, pero ya montados e impulsados sobre ese bucle de las rupturas los quiebres y los momentos fundacionales. De ahí que, establecida la importancia del momento de lo político, sea necesario volver a pensar el momento institucional de la representación, pues es posible que, para llevar a cabo un proceso democrático emancipador, este momento resulte ser tan fundamental como el momento de la ruptura instituyente.

Notas

(1) Los otros significados referían, por un lado, a la especificidad de lo político, de sus criterios y de sus racionalidades particulares; por otro, a la autonomía respecto de otras esferas sociales.

(2) El poder como lugar vacío es esencialmente distinto de la idea de que el poder no pertenece a nadie, a ninguno de nosotros. Y ello se debe precisamente a que la noción de lugar vacío trae aparejada la noción de una sociedad sin determinación positiva, irrepresentable con la figura de una comunidad: “No hay una materialización de lo Otro –merced de la cual el poder hacía de mediador sin importar su definición–, tampoco hay una materialización de lo Uno –con lo que el poder cumpliría entonces la función de encarnador”(Lefort, 2004, p. 69).

(3) Los derechos humanos no se convierten en un nuevo referente de certeza, puesto que no se oculta que estos derechos están abiertos en su contenido desde el momento en que el “hombre” al que refieren carece de definición, es infigurable. Además, los derechos humanos se reactualizan constantemente, por un lado, ante las demandas de individuos y colectivos por ser incluidos como sujetos de derecho, y por otro, ante las luchas por la inclusión de nuevos derechos (Lefort, 2004, pp. 181-219). Por otra parte, la representación política y el sufragio universal son las instituciones que permiten dar cuenta de la necesaria falta de sustancia del pueblo. Pues el hecho de que éste, cuando expresa su voluntad en las urnas, se desmorone como Uno en meras unidades contables, demuestra la infigurabilidad del pueblo, convirtiendo a las elecciones en los marcadores de incertidumbre institucionales de “una sociedad llamada en lo sucesivo a acoger lo irrepresentable” (Lefort, 2004, p. 49).

(4) “Nuestro análisis rechaza la distinción entre prácticas discursivas y no discursivas y afirma: a) que todo objeto se constituye como objeto de discurso, en la medida en que ningún objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia; b) que toda distinción entre los que usualmente se denominan aspectos lingüísticos y prácticos (de acción) de una práctica social, o bien son distinciones incorrectas, o bien deben tener lugar como diferenciaciones internas a la producción social de sentido, que se estructura bajo la forma de totalidades discursivas” (Laclau y Mouffe, 2004, pp. 144-145).

(5) Según el propio Laclau reconoce, no siempre concibió el límite como dislocación. En Hegemonía y estrategia socialista (cuya publicación original es del año 1985), la figura del límite era asociada a la de antagonismo y recién en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (que vio la luz en el año 1990) se lo concibe como dislocación. Esta nueva conceptualización le permite comprender que existen distintos tipos de dislocaciones y que el antagonismo es sólo uno de ellos, que produce una dicotomización del espacio social, siendo ambos lados de la frontera necesarios para constituir un único espacio de representación. Teniendo esto en cuenta, el antagonismo ya no es equivalente a exclusión radical, a la vez que se afirma la necesidad de separar la idea de exterior constitutivo de la noción de antagonismo (Laclau, 2008, pp. 393-394).

(6) Una vez más debemos aclarar que si bien la dislocación se presenta como una característica ontológica de las sociedades, ella sólo se realiza en determinadas condiciones empírico-históricas.

(7) Es posible sostener que, cuando en esta cita Laclau dice “autodeterminación”, esté queriendo expresar el carácter autorreferencial del sujeto. Y ello porque en un texto más actual que el recién citado –en el que responde a críticas, comentarios y observaciones acerca de su obra–, él mismo afirma que, mientras la noción de autodeterminación refiere a una totalidad autoconstituida que no deja nada fuera de sí; la autorreferencia implica que la constitución de la totalidad proviene completamente del nombre, y que aquello que se nombra es algo que todavía no es y que está siendo en el momento en que es nombrado. Es decir que la autorreferencia apunta a la dimensión performativa del acto de nombrar, por lo que toda totalización es siempre retroactiva, contingente y vulnerable, cuando el nombre se ha separado definitivamente del concepto (Laclau, 2008, p. 396).

(8) La contingencia es el límite interno de todo proceso de autofundación, lo que implica afirmar que no es lo otro de la necesidad, sino que la necesidad es interna a la contingencia. Sólo si hubiera un espacio lógico saturado, la relación de oposición sería posible. Pero como ello no se asume, se sostiene el carácter universal y necesario de la contingencia sin que este postulado sea autocontradictorio (Laclau, 2008, p. 364).

(9) La demanda social, y no el grupo o el sujeto, es la unidad mínima de análisis ( Laclau, 2005, p. 98).

(10) El nombre se emancipa del concepto cuando el caso crea la regla, lo que abre, a su vez, el espacio de la primacía de los movimientos tropológicos. A partir de aquí se muestra el rol constitutivo de la retórica en la producción de las relaciones sociales (Laclau, 2008, p. 386).

(11) La lógica institucionalista constituye un espacio homogéneo al interior del cual los elementos se relacionan sólo como diferencias, siendo todas ellas igualmente válidas. Aquí, los límites de la totalidad coinciden con los límites de la comunidad (Laclau, 2005, pp. 107-108).

(12) Un ejemplo de esta posición puede leerse en Holloway, 2002.

(13) Teniendo en cuenta este argumento, nos permitimos utilizar el término “enemigo” sin que ello implique una violencia aniquiladora, razón por la cual, en este particular contexto argumental, no resultaría inconsistente utilizar “enemigo” y “adversario” como términos intercambiables, tal como hacemos en el párrafo anterior.

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Recibido: 6 de febrero de 2012.

Aceptado: 05 de septiembre de 2012

Publicado: 22 de noviembre de 2013

 

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