NOTA CRITICA
Universidad de Buenos Aires
El libro a reseñar cuenta con dieciocho capítulos divididos en cuatro partes. Como lo indica su título, el propósito del texto consiste en la exposición de una reflexión en torno a los Principios de la Filosofía del Derecho de Hegel. Específicamente, los tópicos tratados son: el Estado como realización de la libertad, la distinción entre la sociedad civil burguesa y la sociedad política, el concepto del mal y el concepto de democracia.
Si bien la estructuración de una argumentación en términos estrictamente académicos –en la que se hallan explicitados el estado de situación, las hipótesis y el objetivo del autor– no es un requisito ineluctable para una obra de análisis filosófico, en esta ocasión la omisión de los canales usuales de redacción escolar termina convirtiéndose en un serio obstáculo para la lectura del texto. Dicho de otro modo, Farinati no presenta un trabajo cohesionado en función de una tesis ordenadora, que parte de supuestos identificables y se enmarca en un contexto específico de discusión hermenéutica. Tampoco sería adecuado hablar –como hace Jacques D’Hont en el Prefacio para referirse a la publicación– de un inventario de ciertos conceptos elementales de la filosofía política hegeliana. Más bien, se trata de un compendio de ponencias y monografías enlazadas menos por el desarrollo o la ampliación de los núcleos temáticos que por la continua iteración de un único repertorio argumental.
A pesar de esta desarticulación constitutiva, es posible extraer la formulación de un problema general. En el capítulo VIII, la autora esboza un hilo conductor que puede hacerse extensivo a la totalidad de la composición: “En una época de mutaciones radicales, con enormes costos sociales, los desafíos deben dejar lugar a otras consideraciones, que permitan a la sociedad y a los Estados salir de la crisis, del estancamiento y del impasse actuales. Analizaremos los conceptos de sociedad civil y de Estado en Hegel, su problemática actual y su incidencia en los retos de la actualidad” (p. 105). Más adelante, en el capítulo X, se explicita este propósito global a modo de pregunta: “¿cuál es hoy el valor de la mirada aguda y penetrante de Hegel en relación a los problemas de la libertad, la igualdad y el Estado?” (p. 125). En resumen, la tesis principal de Farinati consiste en mostrar cómo el andamiaje conceptual hegeliano de los Grundlinien facilita la comprensión de los problemas actuales introducidos por la globalización y el libre mercado (cf. pp. 41, 114, 133, 143, 157, 190, 201, 212 y 226).
Contamos, en principio, con un diagnóstico perentorio sobre el presente. El rasgo más saliente que acarrea el neoliberalismo imperante es la desigualdad, la brecha entre ricos y pobres, que vacía de sentido a las democracias y las convierte en un mero aparato formal legitimador de la diferencia social (pp. 132 y 190). Ante este estado de situación, Farinati emprende la reconstrucción de una respuesta hegeliana que, por su vigencia, conservaría aún relevancia. Según este argumento, Hegel habría prefigurado, en un mundo de desarrollo incipiente del capitalismo, las dificultades que sufrimos nosotros en el estadio de su expresión más plena y salvaje. La introducción de una separación entre sociedad civil burguesa y sociedad política, hasta entonces ajena a las conceptualizaciones de la filosofía política moderna, permite dar cuenta del problema de la desigualdad, al señalar las deficiencias en la conciliación natural de los antagonismos sociales defendida por las teorías de la economía política. La sociedad civil librada a su arbitrio –advierte Hegel– opera bajo una lógica particular, el sistema de las necesidades, donde los individuos, regidos por sus intereses egoístas, entablan relaciones no mediadas institucionalmente. Sumariamente, el proceso de satisfacción de necesidades, al desenvolverse ciegamente, perfila un tipo particular de actividad productiva y un correspondiente complejo de dependencias recíprocas del cual los sujetos intervinientes no logran ser conscientes (pp. 108-109). Así explicada, la sociedad civil es por naturaleza desigual (cf. pp. 24, 109, 117 y 131) y, en la medida en que no es regulada, aloja el peor de los riesgos: genera un circuito de acumulación formidable de riquezas, indisociable de su contrapartida de miseria y corrupción tanto moral como física (pp. 130 y 189). La conocida admonición que Hegel hace en § 244 sobre la caída de una gran parte de la población debajo del nivel de subsistencia, que borra la dignidad incondicional que Kant fija para toda vida humana, certifica la necesidad de una intervención política para asegurar el bienestar de los individuos y la pervivencia de la propia comunidad. “Combatir la desigualdad y corregir los desequilibrios que aparecen en la sociedad civil es una tarea que Hegel asigna al universal: el Estado político” (p. 177). Pero el ciudadano no obtiene sólo protección, sino también reconocimiento por parte del Estado, en tanto participa de las decisiones del universal, y su estamento es representado en el parlamento (pp. 184-5). De esta manera es que se exteriorizaría la realidad efectiva de la libertad concreta (p. 76). He aquí la prueba de que “[l]a libertad está garantizada esencialmente por la igualdad jurídica (...) y la predominancia de la ley, una libertad que parece ya inseparable del reconocimiento de ciertos derechos económicos y reales” (p. 133). La subordinación de los intereses privados a los de la comunidad es la clave que Farinati encuentra en el texto hegeliano para abordar las complejidades de la época del fin de las ideologías. En esta crítica a la desigualdad y a la titularidad de derechos meramente formales se hallaría el Hegel demócrata que anticipa el título de la obra.
La elaboración que acabamos de describir se repite a lo largo de los capítulos que van del VIII al XV, en ocasiones en la forma de llamativas paráfrasis (cf. especialmente pp. 110-113 y 117-120). En ese último capítulo, empero, la autora se distancia de sus aserciones anteriores y vislumbra –bajo inspiración marxiana– la realización del Estado más allá de su constitución como tal, i.e., en su desaparición, “en su sublimación” como nueva realidad. “No es al Estado a quien pertenece el porvenir, sino al hombre” (p. 190) sentencia Farinati, sobrepujando decididamente los lindes del proyecto ético hegeliano.
Ahora bien, donde la autora pretende encontrar las respuestas a nuestras angustias, de hecho comienzan los interrogantes. La propia superación dialéctica de liberalismo y organicismo instituida por Hegel se resiste a una dilucidación clara. Como indica Jorge Dotti en Dialéctica y Derecho (Buenos Aires, Hachette, 1983, p. 167): “[...] la única solución que Hegel puede ofrecer es el texto de su construcción especulativa (el idealismo del [E]stado ético) sin otro asidero en la realidad más que el de las buenas intenciones de su autor, quien simplemente postula que la conciliación acontece como los Lineamientos dicen que acontece”. Persiste, entonces, la pregunta sobre qué tipo de intervención o subordinación es la propicia para los tiempos que corren. En definitiva, lo más concreto que revelan los Principios como política contra el crecimiento indetenible de la Klasse de asalariados embrutecidos es la relocalización del exceso poblacional mediante la colonización de nuevos territorios. Obviamente, se puede objetar que la labor de un filósofo político no equivale a la de un asesor de contingencias políticas. No obstante, planteada de este modo, la utilidad de la filosofía política de Hegel para los desafíos de la actualidad es tan atendible como general: es imprescindible la intervención del Estado sobre el proceso socio-económico con el fin de evitar el clivaje social entre ricos y pobres, exhorto que podemos rastrear ya en la República de Platón (cf. 422b-423a). La denuncia y la propuesta hegeliana perderían, por consiguiente, su especificidad.
Por otra parte, resulta difícil entender cómo, tras el duro dictamen que realiza sobre la dinámica del sistema de las necesidades y sus incursiones nostálgicas en referencia a la schöne Totalität de la Antigüedad (cf. pp. 67-8, 97, 143, 145 y 165), Hegel puede ser rotulado como un filósofo liberal (y mucho menos como un demócrata). Ciertamente, las medidas de protección tendientes a garantizar el bienestar de los ciudadanos (administración de justicia, poder de policía y corporación) permiten relativizar las lecturas reaccionarias o quietistas del sistema hegeliano (pp. 178, 181). Sin embargo, no habilitan la clasificación sin más de Hegel como el pensador que “elevó [el principio de libertad del individuo] al rango de paradigma de la estructura de la Filosofía del Derecho” (p. 182). Es sugestivo al respecto que la autora haya ahorrado menciones al ámbito de la representación corporativa y a los elementos organicistas del Estado de los Grundlinien, que bien podrían terminar opacando los barruntos liberal-democráticos de Hegel.
Otro de los temas actuales que el texto hegeliano permitiría abordar es el del mal radical exhibido en los totalitarismos y dictaduras del siglo XX (pp. 193-201). A la luz del § 139 de los Principios, donde se define la categoría de la conciencia moral y se expone el origen del mal, Farinati explora una explicación para ese tipo de hechos de aberración inusitada. Según Hegel, el sujeto moral es aquel que puede hacer el mal extrayendo las determinaciones de su decisión de sus deseos e inclinaciones; esto es, haciendo predominar la propia particularidad por sobre el universal. Bien y mal surgen como pareja inseparable a partir de la escisión de la conciencia y se mantienen en una oposición que tiene que ser superada dialécticamente. Más allá de las peculiaridades de la posición hegeliana, lo que la autora no percibe –o, por lo menos, no problematiza– es que para Hegel el mal es un momento esencial en el desarrollo de la autoconciencia, i.e., el momento del desgarramiento entre el ser y el deber ser (cf. Bernstein, R., El mal radical: una indagación filosófica, Buenos Aires, Lilmod, 2005, p. 79). En correspondencia con esta línea de lectura, los horrores acaecidos durante el pasado siglo correrían el peligro de terminar adquiriendo el estatuto de instancias necesarias para la reconciliación del hombre consigo mismo; es decir, para el desenvolvimiento pleno del Espíritu.
Por último, Farinati realiza una ponderación sobre el lugar que Hegel, en Die Vernunft in der Geschichte, dispone para las pasiones en la historia y el que actualmente ocupa la pasión democrática. En el marco de una crítica al moralismo kantiano y “en plena tormenta de pasión revolucionaria” (p. 208), Hegel rescata el rol de las pasiones como motor de la realización del Espíritu. Los grandes hombres son quienes canalizan la voluntad del Volksgeist, su pasión por la libertad, y la ponen en ejecución como su destino. El mercado difirió ese avance mediante “la desviación de las pasiones y las energías hacia la búsqueda del bienestar y la dicha personales” (213). La vitalidad de la pasión democrática e igualitaria permanece deliberadamente obturada. En consecuencia, es preciso restituir su potencialidad. Aquí la autora se sirve de las disquisiciones de Jacques Rancière y evoca el episodio de la secesión del Aventino relatado por Tito Livio, por el cual los plebeyos irrumpen en la arena política como hablantes que, en la constatación de su desigualdad con respecto a los patricios, se reconocen al mismo tiempo como iguales ante ellos. En esta oportunidad, no queda en evidencia cuál sería la veta hegeliana a indagar a modo de respuesta para los problemas de las democracias posmodernas. Ni siquiera es fácil registrar cuál sería la respuesta en sí misma, excepto que consista en la recomendación de la lectura de La Mésentente.
En conclusión, el libro no logra cumplir con los objetivos que se propone. Ya sea por su ambigüedad o por su excesiva generalidad, las claves que la autora localiza no alcanzan para acometer los retos de un presente descrito de modo tan aciago. Por otra parte, los inconvenientes suscitados por un ordenamiento inconexo de los textos contribuyen a que las virtudes en la argumentación sean demasiado esporádicas o directamente se diluyan en reiteraciones prescindibles.
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