Revista de Filosofía y Teoría Política , no. 45, 2014. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía

 

ARTICULOS / ARTICLES

 

El antipositivismo y la formación de un nuevo discurso filosófico
en CoriolanoAlberini

 

 

Mauro A. Donnantuoni Moratto

Universidad de Buenos Aires (UBA) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Argentina
mauro.dm@conicet.gov.ar

 

Cita sugerida: Donnantuoni Moratto, M. (2014). El antipositivismo y la formación de un nuevo discurso filosófico en CoriolanoAlberini. Revista de Filosofía y Teoría Política, (45). Recuperado de: http://www.rfytp.fahce.unlp.edu.ar/article/view/RFyTPn45a01

 

Resumen
Se analizarán dos textos producidos por C. Alberini a fines de la década de 1910 que ejemplifican las primeras modulaciones que ha adoptado el discurso antipositivista en la Argentina, orientadas a otorgar identidad y legitimidad sociales al incipiente campo filosófico. En ellos aparecen tanto las representaciones explícitas con que el campo construirá su propia función social, como el nuevo lenguaje teórico a partir del cual dar satisfacción a esas representaciones. El personalismo será la expresión de dicha construcción discursiva, atravesada por las dislocaciones que produce la definición negativa de su categoría central -la “personalidad”- en oposición a la imagen construida del enemigo positivista.

Palabras claves: Coriolano Alberini; Antipositivismo; Personalismo; Discurso filosófico; Filosofía Argentina

 

Antipositivism and the Formation of a New Philosophical Discourse by
Coriolano Alberini

Abstract
I will analyze two texts made by C. Alberini toward 1920, which are very examples of the inflections of an antipositivist discourse in Argentina, addressed to give social identity and legitimacy to emerging philosophical field. These texts show both the explicit representations with which this field thinks his social function and the new theoretical language whereby those representations are satisfied. The personalism will be the expression of such a discursive building, dislocated by the negative definition of his main category -the “personality”-, faced with the built image of his positivist enemy.

Key-words: Coriolano Alberini; Antipositivism; Personalism; Philosophical Discourse; Argentinian Philosophy

 
1. Introducción

El movimiento de reacción contra el positivismo, que ha dominado ideológicamente el proceso de renovación académica impulsado en tiempos de la Reforma Universitaria, ha sido pensado por la tradición filosófica argentina como un momento “fundacional” en su propio desarrollo interno, ya que representaba el nacimiento de los estudios filosóficos serios en el país y la consagración de la filosofía como actividad autónoma y privilegiada al interior de la cultura nacional.1 Tal percepción es en gran medida una herencia recibida de los propios actores involucrados con aquel movimiento antipositivista en las instituciones universitarias de orientación humanística, quienes han colocado la filosofía en el centro de la renovación espiritual buscada. En torno a este motivo, ellos han tejido un sistema de representaciones tendientes a dotar al emergente campo filosófico de identidad y legitimidad sociales. De tal forma, la defensa de la especulación pura, de los estudios desinteresados y de un sentido vocacional de la actividad filosófica expresado en la dedicación exclusiva, junto con el combate al diletantismo, al profesionalismo y al cientificismo, han funcionado como demandas más o menos sectoriales con las que se pretendía designar una función específica de la filosofía al interior de la organización académica del saber y, en última instancia, de la sociedad. De esta suerte, cabe sentar como hipótesis general que la posibilidad de conformación de un campo filosófico en la Argentina no ha dependido exclusivamente del proceso más general de diferenciación de una esfera intelectual registrado en la época del Centenario,2 ni de la creación de instituciones académicas específicas,3 sino también de la capacidad que han tenido los agentes comprometidos con la práctica filosófica de articular un tipo de discurso con el que ganar reconocimiento social. Ese discurso no sólo ha intentado sustentar una imagen armónica del campo en el que se volvieran coherentes aquellas representaciones antedichas, sino que además debió construir un lenguaje propio con el que diferenciarse teóricamente y que a su vez sirviera para dar satisfacción a aquellas representaciones. El resultado de esta segunda instancia en el discurso inaugural de la reacción antipositivista podemos resumirla con el nombre de “personalismo”: en efecto, es a través de la reflexión en torno a la categoría de persona o personalidad humana que el antipositivismo ha ensayado distintas modulaciones argumentativas con las que cumplir aquella función social de la que se decía acreedor y cuyo primer paso consistía en desplazar al positivismo de su lugar hegemónico dentro de la cultura nacional. De esta forma, el personalismo, antes que una posición filosófica -pero sin dejar de serlo-, ha sido desde un principio un nuevo lenguaje con el que articular un discurso orientado pragmáticamente -aunque no siempre de manera consciente y explícita- a la constitución de una determinada identidad social: la filosofía como campo disciplinar autónomo y privilegiado.4 A través de este uso discursivo, aquella categoría ha sufrido un proceso de semantización estrechamente ligado a la imagen construida del adversario, ya que incluía en su significado una serie de ingredientes que en principio eran sólo definidos por oposición a los elementos atribuidos al positivismo. Ello acabaría produciendo un descentramiento de la propia posición personalista, dependiente en el nivel categorial de su definición del enemigo.

Por supuesto, la anterior descripción histórica sólo puede apoyarse en el análisis sistemático de una serie lo más abarcativa posible de fuentes y documentos del período, y que forma parte de un trabajo más extenso del que me propongo en este lugar. En la ocasión, quisiera examinar la articulación discursiva del antipositivismo a partir de dos intervenciones concretas de Coriolano Alberini, quien fue sin dudas una de sus figuras más destacadas, tanto desde el punto de vista de su actuación en ese proceso puntual como del de su relevancia retrospectiva para la historia y el desarrollo del campo filosófico argentino durante las décadas subsiguientes. En efecto, junto con Alejandro Korn y otras figuras menores, Alberini ha sido reconocido como uno de los padres fundadores de la filosofía en la Argentina, en tanto práctica disciplinar o científica especial. Ello no se debió tanto a su obra filosófica (fragmentaria y esporádica), sino más bien a su labor docente, su prédica disciplinar, sus trabajos historiográficos y su actuación en la política universitaria,5 desde donde ha colaborado en la renovación de los programas de estudios de la Facultad de Filosofía y Letras porteña. Formado en esa casa de estudios durante los primeros años del siglo XX bajo la orientación cientificista de los profesores positivistas de entonces, a partir de 1910 aproximadamente promovió -junto con Alejandro Korn- la introducción de una nueva biblioteca (Croce, James, Renouvier, Bergson, Nietzsche, Dilthey y Schopenhauer, entre otros) que poco a poco dio lugar a un desplazamiento de aquellas matrices; al punto de que a partir de 1916, cuando la visita de Ortega y Gasset instaló en el clima cultural porteño la percepción de una “nueva sensibilidad”, Alberini estuvo en condiciones de liderar el movimiento antipositivista, en expansión entre la juventud universitaria.

En el presente trabajo quisiera tomar dos momentos tempranos de ese esfuerzo de desplazamiento del positivismo que dan cuenta del proceso discursivo descripto más arriba, por el que se intentaba constituir una nueva identidad social, vinculada con la práctica filosófica. Se trata de dos documentos escritos por Alberini, cada uno de los cuales enfoca de manera especial las dos dimensiones distinguidas más arriba: las representaciones explícitas referidas a la función social del campo y el nuevo lenguaje personalista con que satisfacer aquellas representaciones. Finalmente, con este análisis documental quisiera ejemplificar lo que, dentro de mis hipótesis de trabajo, constituye el principal fenómeno discursivo en el proceso de “fundación” de la filosofía en Argentina: que definiéndose negativamente a partir de su opuesto, el personalismo antipositivista -al menos en sus primeras versiones-, no pudo dejar de depender categorialmente de la construcción de su adversario, descentrando los propios fundamentos sobre los que intentaba conformar aquel nuevo lenguaje.

2. El discurso personalista en un manifiesto del movimiento antipositivista

La primera fuente que quiero trabajar consiste en un manifiesto redactado por Alberini y discutido en la sesión del 1º de abril de 1918 por los miembros del Colegio Novecentista6 en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Este documento, pensado en relación con su contexto de circulación, tiene -a mi modo de ver- una gran relevancia para el tema en discusión, ya que, siendo una producción concreta de un autor particular -y, desde ese punto de vista, una enunciación discursiva fácilmente caracterizable a partir de la obra, la figura y el proyecto de ese autor-, representa también las aspiraciones compartidas y los motivos retóricos que prontamente se expandirían a través del naciente movimiento antipositivista. Este segundo carácter no está dado únicamente por el liderazgo que Alberini, a la par de Alejandro Korn, ejercía sobre los jóvenes novecentistas, sino además por la eficacia que esta intervención parece haber tenido en la conservación de la identidad del grupo. Los elementos discursivos dispuestos por este manifiesto, aunque preservan el estilo polémico y oratorio de Alberini, reúnen motivos de algún modo ya presentes en el pregón del Colegio y, por tanto, aceptados sin demasiada vacilación. Tal conjunción entre motivos vagamente compartidos y una enunciación particular y, hasta cierto punto, personal, permitía comenzar a dar forma definida a las nacientes representaciones por las que la reacción contra el positivismo se reconocería a sí misma como el despertar de la reflexión filosófica pura en la Argentina; lo que, con el correr del tiempo, ofrecería la ocasión al campo filosófico de pensar su propia constitución fundacional. Así, este texto resulta ilustrativo de las inflexiones que poco a poco empezaban a ganar terreno en el sector de la intelectualidad rioplatense comprometido con la Reforma Universitaria, y que en poco tiempo pasarían a ser parte de un cierto sentido común.7

El contenido de ese manifiesto presenta en su brevedad una diversidad poco ordenada de elementos que pretenden definir el novecentismo como cuerpo ideológico de una “juventud estudiosa” frente a las generaciones precedentes. Aunque en él no se haga mención de la Facultad de Filosofía y Letras ni del espacio académico en general, la referencia permanente a la cuestión del “estudio” alude oblicuamente al debate universitario.8 Por ello, toda la prédica contra el “ochocentismo”, que se traduce en los términos mucho más amplios de una crítica al marco cultural caduco y anquilosado, heredado de la vieja generación positivista, en el fondo parece siempre suponer la referencia más estrecha de aquel debate. Entonces, aunque el escrito comienza con un diagnóstico que expresa el disconformismo ante el estado de la cultura nacional y la ausencia de “condignos mentores” para esa juventud, las primeras soluciones se expresan en la necesidad de un “propio aunque modesto esfuerzo autodidáctico”. Sin embargo, éstas no son meras formas argumentativas bajo las cuales una disputa concreta se disfraza en una vaga retórica generalista. Antes bien, lo que esta enunciación muestra es que ambos motivos (el cultural y el académico) estaban estrechamente enlazados en el modo en que el antipositivismo percibía su propia función histórica. Así, vemos cómo rápidamente se asocia la posibilidad de una renovación cultural con el desarrollo de un cierto tipo de estudios para los cuales no había aún maestros:

Con tal propósito el Colegio Novecentista fomentará el estudio y difusión de las formas eminentes del pensar antiguo y moderno -fuente eterna de sabiduría y condiciónprimera de todo renacimiento espiritual-. Crearáse, así, el sentido histórico, de tan evidente carencia en nuestra cultura.(Alberini, 1973c, p. 89).

Con esta recuperación de las “formas eminentes del pensar” ya se está considerando el estudio filosófico como el medio privilegiado de renovación de la cultura. En efecto, este motivo será cada vez más central en el discurso antipositivista: con la práctica de la especulación pura -precisamente, aquello que presuntamente el positivismo rechazaba de la filosofía- puede dotarse a la cultura nacional de aquel contenido espiritual que detenga su degeneración.9 De esa manera, con el “conocimiento de las manifestaciones más nuevas y cardinales del saber contemporáneo”, el Colegio pretende contribuir a

renovar y dignificar la vigente cultura argentina, […] no sólo por hallarla [...] desprovista de viril espíritu ético, sino también en virtud de su evidente aspecto arcaico y yaintolerable frivolidad y diletantismo. (Alberini, 1973c, p. 89).

Resulta significativo el modo en que este pasaje expresa elípticamente la nueva relación que el antipositivismo propone entre estudios filosóficos y cultura nacional, ya que en él se asocian con la renovación cultural -y de modo aparentemente ingenuo-, términos que Alberini -y con él, buena parte del antipositivismo- utilizaría y connotaría cada vez más en el contexto de la discusión con el positivismo y en la definición de las imágenes a partir de las cuales el propio campo se reconocería a sí mismo. Por un lado, tenemos “espíritu” y “ética” utilizados en un sentido vago, pero que provienen de la más connotada matriz filosófica. Por cierto, ambos serán, como veremos un poco más adelante, elementos categoriales constitutivos del concepto con el que la incipiente formación discursiva del campo filosófico intentará desarticular el aparato positivista: la personalidad humana. “Espíritu” será el soporte humano de la libertad que se rebelará contra el determinismo mecanicista y “ética” será el resumen disciplinar en el que se contiene filosóficamente al mundo de los valores, creaciones por antonomasia del espíritu, y disruptores últimos de las cadenas causales que estructuran el mundo mecánico. A su vez, aparece la denuncia de la “frivolidad” y el “diletantismo” que, siendo motivos de orden general, serán prontamente apropiados por el discurso filosófico para denotar las fallas internas a la conformación de un campo académico adecuado para el cultivo de la verdad desinteresada.10 Así, ambas nociones pueden ser identificadas con el reclamo de una dedicación vocacional (lo contrario de “frivolidad”) y exclusiva (lo contrario de “diletantismo”) con que el nuevo proyecto académico pretendía generar una diferenciación y autonomización de la práctica filosófica. La estrategia del pasaje citado parece ser, entonces, vincular la renovación de la cultura con nociones que, aún usadas descuidadamente, no podían sino recordar su presencia cada vez más frecuente en el discurso antipositivista, por lo que ya traían incorporadas ciertas representaciones específicas de la filosofía. De tal manera, la demanda subyacente a esas palabras parece ser, en el fondo, que la revitalización espiritual del país sólo puede darse mediante el cultivo de una nueva orientación teórica (el personalismo ético), a través del estudio de “las formas más eminentes” del pensamiento, de manera autónoma y especializada; esto es, que la renovación cultural se vuelve posible sólo mediante el desarrollo “interno” de la disciplina filosófica. Ello explica también que “el conocimiento de las manifestaciones más nuevas y cardinales del saber contemporáneo” sea la condición necesaria para el “surgimiento de una cultura nacional rica de universalidad” (Alberini, 1973a, p. 89). Por supuesto, ese momento de la universalidad sólo lo puede ocupar la filosofía en tanto se autonomiza de toda determinación “exógena”, para luego convertirse en el fundamento de una nueva cultura nacional.

Como se sigue de lo dicho, esa puesta en operatividad de la funcionalidad de la filosofía para la elevación de la cultura nacional en universal (esto es, el contacto benefactor de la filosofía con su “exterior”) se cumple en última instancia por un movimiento en definitiva interno a la esfera de la especulación pura, o bien, por la irrupción misma de esa esfera:

El Novecentismo, pues, negativamente, importa una reacción contra las formas superadas del positivismo -aún endémicas en nuestro país-, por lo que él tiene de materialismo vergonzante, de dogmática metafísica mecanicista rebosada de ciencia. En suma: El Colegio reaccionará, diremos hablando en términos técnicos, contra toda especulación inmune de espíritu gnoseológico y axiológico y contra cualquier filosofía que afirma, directa o indirectamente, el carácter epifenoménico de la personalidad humana. (Alberini, 1973c, p. 90).

Aquí encontramos confirmado el sentido en que se utilizaba “espíritu ético” en el pasaje anterior, aludiendo a un espiritualismo filosófico que tiene su anverso intelectual y su reverso disciplinar. Nuevamente, la depuración ideológica reclamada se sostiene en una modificación de los hábitos escolares, que tiene que ver con el cultivo de la metafísica, la axiología y la gnoseología. La dignidad de la cultura nacional es en definitiva una cuestión metafísica, pero en sentido disciplinar antes que real; o disciplinar a la vez que real. Es decir que el deterioro y la decadencia de nuestra cultura no radicaban primeramente en un falta constitutiva o estructural (como por ejemplo pudo haber sostenido un Carlos O. Bunge, desde una matriz racista; o en los años venideros un Ezequiel Martínez Estrada, desde una matriz telurista), sino en una cuestión de estudios (la recuperación de los saberes antiguos, modernos y contemporáneos). Esa carencia disciplinar y -¿por qué no?- académica, ha redundado -como no se cansarán de afirmar Korn y Alberini- en la negativa por parte del positivismo a reconocer la metafísica, la gnoseología y la axiología latentes, inscriptas en sus propias prácticas y nociones científicas. Esa negación, indiferencia o ignorancia ha sostenido una perversión: la “interpretación absolutamente mecánica del universo”. Lo que ocurre aquí, el argumento de fondo, es que la falta de reconocimiento por parte del positivismo de sus propios supuestos metafísicos lo ha conducido a negar la fuente última de toda metafísica, toda gnoseología y -lo que es más importante- toda ética: la personalidad. Negar la metafísica -cuestión disciplinar- se convierte ipso facto en una obturación efectiva de la personalidad libre -cuestión ontológica- y, por tanto, la anulación de todo orden humano posible; lo que implica el borramiento de la moral, la historia, la nacionalidad, la cultura, y en última instancia, de la cuestión ética.11 Es decir que la superación del positivismo se da en primer lugar como proceso interno a la disciplina -vinculada, como se vio, con el momento de la universalidad- y luego como resarcimiento de una situación concreta y local (la anulación de la moral, la cultura y la libertad). Ello explica que, bajo el modelo impuesto por este tipo de discurso, lo que en los hechos consistió en una paulatina renovación de los planes de estudio en las Facultades de Humanidades (acelerada luego de la Reforma),12 fue vivida por estos actores como un salto cualitativo en el progreso de la cultura nacional; su adquisición de una tercera dimensión: la profundidad.

Con lo dicho hasta aquí, alcanzamos la comprensión del significado que para el antipositivismo tenía la renovación de las matrices científicas y filosóficas reinantes en la academia argentina. En este sentido, el “idealismo militante” propugnado por el manifiesto parece conservar la funcional ambigüedad semántica implicada también en el antedicho uso de términos como “espíritu ético” y “diletantismo”: aunque la expresión parece evocar las corrientes vitalistas, pragmatistas e historicistas recuperadas recientemente del pensamiento europeo y norteamericano -y para las cuales, aunque en distintas medidas, lo real se comprende a partir de los contenidos de la conciencia-, refiere primeramente a una mera actitud académica, signada por la vocación y el desinterés, que redunde en una elevación de la cultura general.13 Tal ambigüedad puede ser interpretada como un refuerzo retórico de la relación entre un desenvolvimiento interno y autónomo de la disciplina filosófica y el purgamiento de la cultura general del país. Sin embargo, ¿en qué consistía dicho desenvolvimiento y dicha renovación, puesto que debían realizarse ambos en un mismo movimiento? ¿Cuál era, en suma, la condición para la superación -académica y cultural- del positivismo? El manifiesto responde con el postulado de “la sustantividad y valor hegemónico de la personalidad humana”. Pero, ¿qué significa eso?

En efecto, la oposición efectiva al positivismo (el elemento positivo y diferenciador de la renovación, aquél por el cual se cumpliría el doble movimiento de la autonomía y de la sanación cultural) consiste en la afirmación de la personalidad, de la que se destacan en este manifiesto tres notas particulares: 1- su “carácter sustantivo”, 2- la obligación doctrinaria de definirla “en términos de libertad” y, finalmente, 3- una calificación enigmática: “-raíz de todo valor, y, por ende, valor supremo-”. Sin embargo, ¿puede decirse que esas notas arrojan contenidos positivos de la personalidad y, en definitiva, que “especifican” la oposición al positivismo? ¿Puede esta categoría dar cuenta de lo efectivamente “nuevo” en el desarrollo de la filosofía pura? ¿Puede considerarse, en este contexto particular, la personalidad como una categoría positiva? Por lo pronto, dentro del juego de diferencias que se establecen al interior de este escrito, “carácter sustantivo” sólo puede significar lo contrario de “carácter epifenoménico”, esto es, que la sustancia personal subsiste por sí misma sin que su ser dependa de otro, ni sea una mera expresión superficial de un proceso más profundo y fundamental. Esto no es más que una derivación de la clásica crítica a la vieja actitud biologicista de reducir los fenómenos psíquicos y sociales a procesos fisiológicos o físico-químicos.

Respecto de la definición de la personalidad “en términos de libertad” ocurre algo similar. Decir que algo debe ser definido “en términos de...” no implica definirlo en absoluto. La libertad significa aquí la mera obturación de la determinación absoluta de la mecánica causal del universo físico, de modo que definir la personalidad en términos de libertad sólo significa el apuntalamiento de una categoría aún no aclarada como ariete contra el positivismo y sus presupuestos metafísicos. De esta forma, hasta aquí la personalidad -el "mínimum" de doctrina que exige el Colegio- no parece ir más allá de una oposición negativa a la imagen que su discurso ofrece del positivismo. En definitiva, si nos atenemos a los dos primeros rasgos apuntados y sus relaciones con el resto de las nociones utilizadas en el manifiesto, debemos decir que “personalidad” funciona como una suerte de significante flotante capaz de aglutinar equivalencialmente una serie de motivos negativos construidos por oposición a los elementos rechazados del positivismo. Así, “libertad”, “sustancia”, “espíritu”, “ética” y “vocación” (como oposiciones a “determinación”, “epifenómeno”, “materia”, “escepticismo” y “frivolidad”, respectivamente) encuentran su punto de coordinación en un término –“personalidad”- que no significa sino la posibilidad de desplazarse entre esas categorías en su común oposición al positivismo. Lo que es postulado como pilar de una nueva forma de pensar lo universal para revitalizar la cultura no parece ser otra cosa que la contracara de aquello que pretende desterrar. La reacción antipositivista es más positivista de lo que ella cree, ya que sus contenidos concretos dependen de la imagen antitética del enemigo -el positivismo- para poder ser definidos, esto es, para poder ser articulados en un discurso que pueda inaugurar la nueva formación disciplinar.

¿Qué ocurre, sin embargo, con la tercera nota dada por el manifiesto? No deja de ser sintomático que la misma aparezca arrojada como un dictum, recluida entre guiones y puesta -de esa manera- a cautela por el manifiesto (“-raíz de todo valor, y, por ende, valor supremo-”). ¿Qué significa esto? ¿Es un momento positivo de la personalidad que no depende del paradigma positivista para poder ser pensado? ¿Adquiere por fin el nuevo idealismo militante un elemento específico, capaz de radicalizar efectivamente la crisis de la cultura argentina? El manifiesto mismo ya no nos puede seguir respondiendo. Esta tercera nota ni es definida ni es ella misma una definición. Tampoco es posible encontrar en el texto alguna suerte de “reverso positivista” que nos permita concluir su carácter negativo y derivado. Los novecentistas sabían que tenían en el valor su gran as filosófico y no lo jugarían en ocasión tan precaria. Fue en la dimensión axiológica de la personalidad donde el antipositivismo depositó sus mayores esperanzas de éxito y, por tanto, en torno a ese problema han invertido su mayor esfuerzo especulativo. Sin embargo, nada garantizaba que un tal esfuerzo, realizado sobre el fondo inconfesable de la herencia positivista inmiscuida en la categoría central de su discurso, dejara incólume la propia posición personalista.

3. Hacia un nuevo lenguaje: la definición axiológica de la categoría de “personalidad”

Acaso el primer esfuerzo sistemático en ese sentido, y que muestra los intentos tempranos por conformar un lenguaje personalista capaz de desplazar al positivismo, fue la “Introducción a la axiogenia”14 de Coriolano Alberini. El autor se propone allí superar el conflicto “hoy más agudo que nunca” entre psicologismo y logismo, tomados en principio como posturas opuestas frente al problema del conocimiento, pero asociados a perspectivas ontológicas y epistemológicas diferenciadas. El psicologismo es presentado en sus líneas generales como la postulación de una dependencia unilateral de la actividad cognoscitiva y el conocimiento en sí respecto de procesos diferentes del estrictamente intelectual -especialmente los implicados por la noción de “vida”-, de modo que la naturaleza del conocimiento resultaría, para esa perspectiva, contingente y relativa. Dentro de esta postura se agrupa una multiplicidad de escuelas y pensadores muy disímiles entre sí, pero que sostienen en conjunto “la forma moderna del escepticismo”, en el que no puede sino redundar un planteo semejante, al menos desde el punto de vista del logismo. Entre las primeras se pueden contar el vitalismo, el pragmatismo y el positivismo15; entre los segundos, Alberini menciona a Hume, Spencer, Stuart Mill, James, Bergson, Poincaré, Mach, entre otros. Por su parte, tenemos el logismo que, por contrapartida, sostiene la autonomía de la facultad intelectual y la regencia del formalismo racional en la esfera del conocimiento legítimo, que es considerado objetivo y necesario. El curso de adeptos de esta corriente parece más restringido (aunque podría relacionarse con toda la tradición racionalista), y podríamos decir que encuentra su filiación en cierto apriorismo gnoseológico. Se menciona a Sócrates, Kant, Husserl y Natorp en relación con esta tendencia. Tomado en conjunto, puede decirse que el trabajo de Alberini tiene como propósito de fondo tomar el psicologismo como posición provisional útil por su faz negativa -la posibilidad de impugnar al determinismo deprimente de la personalidad-, para luego poder reconocer los aspectos positivos -el postulado de la autonomía de la personalidad- que vuelven legítima la posición logista. Teniendo este objetivo como horizonte último -y que sólo se volverá visible a medida que avance el argumento-, la estrategia anunciada inicialmente para poder superar el conflicto entre psicologismo y logismo consiste en un abordaje axiogénico -entendido como el estudio empírico16 de la génesis biológica de los valores-, mediante el cual indagar los fundamentos axiológicos del conocimiento con el fin de poder discriminar sus componentes evaluativos -y, por tanto, subjetivos-, por un lado, y su contenido objetivo, por el otro; lo que en última instancia acabaría mostrando la porción de verdad que asiste a las posiciones en competencia. Este propósito comienza signado por la siguiente máxima: “Hacia el logos por el valor, hacia el valor por el logos”.17

En vistas a un programa semejante, Alberini intenta construir su propia concepción gnoseológica apoyándose en una versión psicologista que ya constituye un primer intento de subvertir la matriz positivista, puesto que la discusión aquí -y en la mayor parte del texto- no se establece en diálogo con el logismo, como hubiera sido de esperar, sino contra el mismo psicologismo en varias de sus versiones escolares. De este modo, habría un suelo común dado por las tesis fundamentales del psicologismo en términos de las cuales será retraducida la disputa entre cientificismo y vitalismo, quienes se debaten por la hegemonía de una matriz categorial que, por una parte, es la que pone en cuestión el carácter sustancial de la personalidad, pero que, por otra parte, permite la deconstrucción del mecanicismo. Por tanto, la deslegitimación del positivismo no se realiza mediante una refutación de sus propias condiciones teóricas (el psicologismo), sino mediante su descentramiento al interior de esos mismos fundamentos conceptuales compartidos. Finalmente, en la superficie, la discusión se sostiene en un nivel eminentemente disciplinar: la biología como zona del saber riguroso, y que es precisamente el dispositivo que le permite al psicologismo vincular el conocimiento, la razón y la conciencia con fenómenos “vitales”. Sin embargo, lo que nunca termina de confesar explícitamente Alberini es que aquel terreno común al cientificismo y el vitalismo sólo puede ser construido sobre la oscilación inestable entre dos sentidos diversos del término “biología”:18 aquél desarrollado por las ciencias positivas y el elaborado a partir de una concepción vitalista. Por eso, en el fondo, la cuestión inadvertida a lo largo de todo el argumento inicial será determinar polémicamente qué significa “biología” o, si se prefiere desde un punto de vista metafísico, qué es la vida; tomando ya por premisa compartida y asumida el hecho de que de ésta depende el conocimiento humano. Sin embargo, la posición psicologista que defiende nuestro autor intenta extremar tanto los biologicismos contrincantes, que acaba por abrir el espacio por donde colar el logismo dentro de una concepción axiológica del conocimiento. En esto consiste a grandes rasgos el intento de subversión del positivismo, en primer lugar, y también del vitalismo, en un segundo momento, en tanto y en cuanto éste se parece al primero, a fuerza de oponérsele.

El primer paso será entonces discutir con la psicología de raíz mecanicista (Sergi, Bechterew, Spencer, Le Dantec, entre otros) los términos en que debe entenderse la psiquis y su relación con los procesos biológicos. Prontamente Alberini demuestra las inconsistencias, las simplificaciones y los dualismo inadvertidos que provoca la reducción que estos positivistas hacen de los fenómenos psíquicos a una base meramente fisiológica (o, en algunos casos, inorgánica), de modo que la conciencia y la especificidad de lo psíquico permanecen siempre como un lastre del que no pueden dar cuenta. En definitiva, para estas perspectivas, la psiquis acaba siendo un componente totalmente accesorio y superfluo (epifenoménico), porque esa noción no puede contribuir a su explicación de los procesos que subyacen a la configuración de lo vital. Lo que la matriz mecanicista de estos exponentes les impide percibir es que la idea misma de organismo, con que se articula la noción de vida, sólo puede ser concebida si se supone la presencia de la finalidad, la individualidad y la memoria como elementos operantes en todas las instancias de la dinámica biológica, ya que toda organización funcional sólo puede definirse en términos vitales si tiene como referencia determinados fines que orienten su desarrollo, cierta unidad que le dé coherencia y algunas predisposiciones heredadas históricamente que garanticen su conservación. Ello es algo que supone la misma ciencia mecanicista, aunque lo niegue, cuando utiliza expresiones como “patología”, “anormalidad”, “selección natural”, “adaptación”, “lucha por la vida”, “irritabilidad”, “sensibilidad”, entre otras, ya que suponen todas una referencia telética -en función de un individuo y sus necesidades de autopreservación-, a partir de la cual poder ser determinadas. Para Alberini, la eficacia de esas tres notas, en todos los órdenes de la organización vital, demostraría que la psiquis no es un simple derivado residual, sino un elemento inscripto desde el principio en todo el desenvolvimiento de la vida.19 Por tanto, la psiquis es interpretada por él como la esencia misma de la vida, presente en todos sus niveles, desde el celular hasta el animal, y en la naturaleza telética de sus diversos aspectos: desde la irritabilidad, la sensibilidad, los reflejos y los instintos, hasta las formaciones superiores de la conciencia.20 Este es el primer gesto de la subversión categorial operada en este escrito: rechazar la reducción de lo psíquico a lo vital en favor de una identificación plena entre ambos implica, mediante una redefinición de los términos, una inversión de la posición positivista sin por ello abandonar el espacio común del psicologismo, ya que, en el mismo movimiento por el que la psiquis se introyecta de manera esencial en la dinámica vital, queda desvinculada de la conciencia (y, por tanto, de la reflexividad humana), la que en principio persistiría como un fenómeno derivado o dependiente.21

Aunque a lo largo de estos pasajes Alberini hace esfuerzos evidentes por mostrar las serias dificultades que el mecanicismo encontraría para compatibilizar sus postulados con la télesis vital, parece haber cierta resistencia a darlo definitivamente por muerto. Antes bien, la batalla final parece sufrir breves postergaciones, mientras nuestro filósofo se siente en la necesidad de otorgarle cierto beneficio de la duda a su legitimidad científica.22 Tal reconocimiento, a pesar de las serias desacreditaciones de que es objeto, relega cada vez más el mecanicismo al estudio del “aspecto inorgánico de la vida”. Esta expresión, no obstante, no debe llamar a confusión, puesto que ese aspecto, no estando articulado por la télesis, no podría considerarse propiamente vital. Por ello, si bien lo mecánico aún puede reclamar cierto valor explicativo, la totalización de ese factor, llevada a cabo por el positivismo, implica una anulación de la diferencia por la cual hablar de vida -por oposición a algo que no lo es- tiene sentido.23 Desde este punto de vista, el mecanismo parece mentar cada vez más lo “otro” respecto de lo cual lo orgánico se diferencia y con lo cual entra en una relación de exterioridad complementaria: lo “extravital” entendido como el medio en que se desenvuelve la vida y respecto de lo cual se adapta. Sin embargo, lo mecánico y lo orgánico no permanecen uno frente al otro como simples contrapartes de un orden general, en que cada una se acomoda a la otra, de modo de producir el cambio. Antes bien, el proceso general de cambio, siendo necesariamente el factor sólo bajo el cual la personalidad humana pudo haber advenido tardíamente al reino de los seres, es del orden de lo vital y, por tanto, tiene estructura telética. La evolución, de ese modo, ya no es -como para el empirismo evolucionista- un movimiento neutro garantizado por la lógica ciega de la mecánica, sino un principio inmanente a la vida misma que articula su desarrollo de acuerdo a fines positivos.24 Por ello, aquella adaptación que signaba la relación entre el medio inorgánico y la vida orgánica ya no puede ser la mera decantación de un estado de compatibilidad operado por la selección natural, sino los procesos de transformación resultantes de “la dinámica centrífuga del ser”, que implica una intervención activa del organismo sobre el medio. Lo que se entiende por “causas externas” sólo puede, de tal suerte, intervenir en la selección natural en la medida en que es ello mismo seleccionado por el organismo como estímulo ante el cual “(re)accionar”. Es decir, la vida no evoluciona porque el medio la depure, sino porque ella ordena el medio a través de su constitución como “realidad”, la que se define en los términos biocéntricos de la sensibilidad periférica. De allí que el estímulo no sea el efecto de una afección exterior sino el resultado de una elección, un modo vital de disponer lo inorgánico en función del organismo. “Vivir es, pues, evaluar”:

El valor no puede calcularse por medio de los factores que actúan sobre el organismo, sino en función de la télesis orgánica. La realidad para el ser actúa bajo forma de estímulo, y éste ya es lo real definido por la contextura del organismo. Se trata, pues, de un valor, el cual dada su naturaleza biocéntrica, es endógeno. En el valor el objeto implica el sujeto. La realidad como “cosa en sí”, extravital, no cabe en la psiquis. Necesariamente tiene que ser, por motivos pragmáticos y orgánico deber evolutivo, -elánico diríamos, si fuera lícito el galicismo,- una transfiguración endógena del estímulo periférico. La realidad, tal como el ser la organiza, es un sistema relativamente plástico, de movimientos, virtuales o manifiestos. Constituye, así, una perspectiva motriz creada por la télesis vital. (Alberini, 1973a, p. 169).

El fenómeno de la adaptación, en este sentido, no está dado por la acomodación del organismo al medio como efecto del ejercicio causal de éste, sino por la disposición de ese medio en función de los fines supremos de la evolución. De esta suerte, toda la realidad, en cuanto entra en relación con el sujeto (el ser, el organismo o la vida), está organizada como valor. La vis estimativa, inherente a la dimensión psíquica de la vida, impone los fines que proyectan el cambio en la evolución, y por tanto, el contenido axiológico que los determina es la condición bajo la cual la novedad (y la novedad por antonomasia es aquí la personalidad) puede irrumpir en la filogenia; en contraposición del mecanismo, que no puede más que reproducir lo ya existente.25

Estas últimas especulaciones permitirán consagrar otra identidad semántica con que terminar de descentrar la biología positivista. Esa nueva equivalencia tiene por significante central, articulador, precisamente aquel principio compartido con el enemigo positivista: la evolución, la “génesis”; y por elementos articulados, equivalentes, a la vida (organismo, individuo), a la psiquis (finalidad, memoria) y al valor (conocimiento activo o configurador de la realidad): biogenia, psicogenia y axiogenia se identifican.26 De este modo, el terreno disciplinar (la biología) y el principio teórico primordial del positivismo (la evolución) quedan infestados de los elementos que desarticulan su visión metafísica (el mecanicismo) y su concepción epistémico-gnoseológica (el realismo). La eficacia de semejante infiltración se produce a través de los semas asociados con el bios (“vida”, “organismo”, “sensibilidad”, etc.), cuya pertinencia en un discurso biológico no puede ser cuestionada. Sin embargo, la posibilidad abierta de desplazarse irrestrictamente desde esa noción hacia la de “psiquis” y la de “valor”, altera completamente su significado, permitiendo el ingreso de aquellos elementos que dislocan al mecanicismo (la finalidad) y al realismo (la configuración axiológica de la realidad) al interior mismo de la matriz evolucionista. La biología (en el sentido cientificista del positivismo) es suplantada por la axiología como una forma más radical de bio-logismo.

Sin embargo, ¿implicaba esta batalla final una restitución de la personalidad humana, tal como pretendía el antipositivismo? Si el descentramiento del mecanicismo respecto de su posición hegemónica sólo resultaba posible minando el suelo categorial en que se sustentaba, las notas por las que se viera subvertido necesariamente debían buscar la estrategia de ingresar en esa constelación conceptual dominada por él. El resultado fue que la “finalidad” y el “valor” se desprendieran de su soporte natural dentro del discurso antipositivista -esto es, la personalidad-, y migraran al concepto de “vida”, que les facilitaba aquel ingreso. De esa forma, la personalidad parece quedar desnuda de sus antiguas atribuciones y convertirse en un producto derivado -epifenoménico-, ya no del mecanismo, sino del impulso vital. El signo de esa pérdida será la consecuente dislocación del logismo implicada en la disociación entre conocimiento y conciencia. En efecto, la primera conclusión que saca Alberini de su doctrina de la transfiguración biocéntrica de la realidad como valor es que el conocimiento es consustancial a la psiquis -la que ya no se corresponde con la conciencia-, puesto que ella importa una esencial propiedad discriminativa.27 Esto significa que el conocimiento aparece en los estadios más primitivos de la filogenia, mucho antes de que la conciencia (definida aquí como “ese conocimiento, siquiera relativo, de la propia individualidad”) y, sobre todo, la conciencia reflexiva del hombre den el salto cualitativo en el desarrollo de la evolución. Alberini se encarga de mostrar encarecidamente cómo el “idealismo vital” implicado en la concepción axiológica del conocimiento supera el realismo del evolucionismo tradicional, apoyado en el carácter pasivo de la sensibilidad. Lo que no alcanza a confesarse de manera explícita es la subversión que sufre el logismo con esa restauración del apriorismo -“un apriorismo vital”- en el seno de la axiogenia, completamente independiente de la conciencia.28 En ese movimiento, la tesis central del logismo cobra plena vigencia, pero ya totalmente desplazada de su propósito original, que era legitimar el conocimiento racional humano; antes bien, la potestad de un conocimiento autónomo y necesario fue readjudicada a un sujeto más primario: la vida. Es decir que Alberini llega al logos, pero no “a través del valor”, como profesaba su máxima inicial, sino “en el valor”; lo que desgarra a ese logos de su fuente natural: la racionalidad humana. Ello implica, a su vez, que el propio psicologismo, una vez descentrada su matriz mecanicista, se subvierte a sí mismo, ya que sólo puede mantener su tesis del carácter derivado y heterónomo del conocimiento reflexivo (es decir, de la conciencia), al precio de reinstalar un nuevo tipo de conocimiento autónomo (el valor), más primario y fundante de lo racional. En definitiva, la pureza inicial de ambas posiciones (psicologismo y logismo) se ve completamente alterada en una versión mixta que parece querer resolver el conflicto que las divorciaba. Sin embargo, el saldo de ese armisticio es acaso el más lamentable: la postergación de la personalidad para un estadio ulterior y derivado, en el que se disuelve toda su especificidad.29

En procura de restablecer la anhelada dignidad de la personalidad, y asediado por la descomposición de las matrices en las que apoyaba su concepción biológica, Alberini se ve obligado a reinstalar la especificidad de la personalidad, no ya explotando su carácter de novedad, sino reconstruyendo su disuelta continuidad con la vida elánica:

Pasando ahora al problema del factor intelectual consciente en la evaluación, diremos que la conciencia hedónica, es decir, el ser que evalúa con clarividencia ante su vis estimativa, culmina en personalidad, en pensamiento, forma arquetípica de la endogenia vital. No veamos, pues, en la racionalidad algo opuesto a la vida. Pensar es una manera de vivir. La personalidad es esencialmente racional. (Alberini, 1973a, p. 182).30

La personalidad es el resultado necesario de la télesis vital, porque de alguna manera ella estaba al principio. Culminación y arquetipo son las dos formas en que se da la razón, atravesando toda la filogenia, articulándola: culminación como fin; arquetipo como fundamento originario. Es, en otras palabras, la máxima realización de la vida en cuanto tal; su esencia teleológica que, si no está presente al comienzo de manera explícita, está llamada a aparecer como culminación inexorable de la télesis vital, porque es el principio interno de su desarrollo. Por eso la personalidad, antes que novedad, es ahora esencialmente continuidad. Y dicha continuidad está certificada en la omnipresencia de las formas judicativas a lo largo de toda la evolución. En efecto, la facultad abstractiva de la atención psíquica constituye una afirmación vital que, siendo una actividad relacionante, adquiere la forma de un juicio prerreflexivo.31 Así, “la conciencia es juicios sobre juicios, mas éstos, bajo forma de tendencias, es decir, valores motrices, pueden ser previos a la eclosión de la conciencia. Cuando ésta surge en la línea filogenética, y aun ontogenética, la conciencia se encuentra con un complejo de actividades teléticas que, en rigor, ya son juicios vividos.” (Alberini, 1973a, p. 183).32 La propia conciencia hedónica que, según el pasaje citado, culmina en personalidad, no es sino la primera forma en que esos juicios vitales se vuelven conscientes. Así, las estructuras categóricas de la razón son esenciales al valor, como forma telética del conocimiento; con lo que se sorprende “el aspecto intelectivo de la inconciencia”, esto es, de la psiquis vital. En este contexto, tanto la conciencia como la personalidad ya no se insinúan como saltos cualitativos en la evolución sino como meros incrementos cuantitativos de la eficacia adaptativa de la vida. De esa forma, todo el curso evolutivo queda homogeneizado por esa base intelectual que articula su cambio, del que ya no podríamos esperar verdaderas novedades sino un continuo perfeccionamiento de sí mismo. Como vemos, el juicio vital expresa la reinstalación de la personalidad o -mejor dicho- de su esencia (la razón, el pensamiento), en el seno de la psiquis originaria, como el único modo de volver operativa su antigua especificidad. Si el desplazamiento del mecanismo había producido una fisura en el paradigma psicologista que permitió el ingreso del conocimiento autónomo en su seno, la nostalgia de logismo, producida por esta conmoción, sólo puede satisfacer su postulado de la soberanía del conocimiento humano confundiendo vida y razón: la personalidad, como momento de la perfección del principio evolutivo, expresa también la penetración de lo otro, de lo extra-vital, de la determinación y la necesidad. La vida queda contaminada por su opuesto: la lógica. Es, por tanto, también su cristalización, su fijación y, en última instancia, su aniquilación.33

Por eso, Alberini no parece poder tranquilizarse con esta solución. Él bien sabe que, si la razón infesta la vida desde sus comienzos, lo mismo puede hacer la última en los estadios ulteriores de la primera. Si la personalidad humana es la continuación perfeccionada de la psiquis, nada impide que la orientación telética de ésta opere en aquélla. Por último, si el conocimiento biocéntrico del valor está organizado judicativamente, ¿estará la razón humana articulada axiológicamente? ¿Es, en última instancia, toda la ciencia humana, relativa, subjetiva, pragmática? ¿No existe un criterio último de la verdad objetiva, más allá de los fines vitales? Las últimas orientaciones epistemológicas (Mach, Poincaré, D'Ors, Vaihinger) parecen conducir en esa dirección.34 No obstante ello, Alberini intenta reprimir la radicalización de esas conclusiones mediante el Deus ex machina del logismo puro, cuya única justificación es la majestad de la personalidad humana:

Fácil es comprender que semejante conclusión [la reducción de la ciencia y la filosofía a juicios de valor] jamás será satisfactoria para el espíritu humano. Aquí estriba precisamente la exigencia de los logistas. Entonces, el problema sería este: dado que, a menudo, en virtud de la ilusión realista, se trueca lo que es mero juicio axiológico en verdad objetiva, vale decir, que caemos en lo que podría llamarse la degeneración ontológica del valor, la psicología axiológica, en sus relaciones con la gnoseología, tendría una misión fundamental: explorar, con una [sic] maximum de rigor científico, toda actitud axiológica, manifiesta o subrepticia, que pudiera ofrecer cualquier producto intelectual para ver si queda algún residuo irreductible a valor. Se procurará, merced a un sutil análisis, excogitar, dentro de la espesa masa axiológica de la psiquis, los hilos de la racionalidad. Fundamentaríase, así, un conocimiento no axiológico, sino objetivo. (Alberini, 1973a, pp. 185-186; cursivas agregadas).

La restitución plena de la personalidad humana, es decir, de la tesis logista, tiene, en definitiva, la densidad de una esperanza. Su dignidad demanda la autonomía de su carácter, y es una novel ciencia la que está llamada a dar testimonio de ello en el futuro. La racionalidad, que párrafos antes era introyectada en los abismos más profundos de la filogenia, ahora es nuevamente contrapuesta al conocimiento telético; su objetividad se deduce de la ausencia de valor. Sólo de ese modo -o sea, negando las tesis que la habían devuelto a la vida- es posible, para la personalidad, recobrar su exclusiva especificidad, su majestad. Y sin embargo, para ello, es necesario, continuando la arbitrariedad del gesto anterior, readjudicarle su carácter novedoso:35

Nace, sin duda, pues, la logogenia en el seno de la axiogenia, la racionalidad en la evaluación, pero, luego, cuando el devenir biológico culmina bajo forma de personalidad humana, el logos, no obstante su ulterioridad, termina por penetrar, organizar y fundamentar a la misma vis estimativa.
Se diría que el pensamiento, creado por la fuerza axiogénica de la vida, reacciona contra el impulso progenitor, pero continuando su esfuerzo creativo en sentido ascendente. Así el logos, esencia de la personalidad humana, se trueca en valor supremo, en el valor de los valores, pues nadie sino él es capaz de reconocerlos y crearlos.
Como se ve, lo empírico se transfiguraría en pensamiento, la axiogenia en filosofía de los valores, el realismo ingenuo en idealismo racional móvil, pero, eso sí, en un idealismo exento de espíritu panteísta, vale decir, capaz de afirmar el carácter substantivo de la personalidad humana. (Alberini, 1973a, p. 186).36

Parece finalmente que la personalidad es en sí misma el signo de una subversión, e incluso de una insurgencia. Cultivada al abrigo de la télesis axiológica como complementación de vida y logos, acaba emancipándose y reemplazando -suplantando, desplazando- a su primitiva progenitora: la personalidad, que se había mostrado como el principio inmanente del desarrollo de la vida, acaba volviéndose trascendente respecto de ese sujeto que, sin embargo, era el soporte sustancial de su esencia. La personalidad queda presa de la indecidibilidad de su continuidad/novedad (“reacciona contra el impulso progenitor, pero continuando su esfuerzo creativo”). El triunfo del logos, que se realiza mediante la negación de sus propias condiciones de emergencia, transforma el valor, que inicialmente era mera tendencia pragmática, en pura normatividad racional. Porque “reconoce” los valores en su objetividad es que puede “crearlos”, constituirlos. Por eso es también el valor supremo. Aquí no puede más que haber identidad entre el sujeto y el objeto: el logos es el valor de sí mismo; y todo lo demás, materia de prescripción. La personalidad alcanza así su anhelada soberanía, pero sobre un reino aniquilado por ella misma.37

4. Conclusión

He intentado, mediante la intervención particular de CoriolanoAlberini, ejemplificar las primeras articulaciones que adoptó un discurso antipositivista orientado a conformar una nueva identidad social, sobre todo al interior del espacio académico: la filosofía como campo disciplinar y actividad especializada. Si bien la figura individual de Alberini no agota las modulaciones que adoptó aquel discurso inicial,38 me parece especialmente relevante por su representatividad y por el influjo que ejerció en los años venideros, cuando las representaciones del antipositivismo han colaborado retrospectivamente en configurar una narrativa del campo filosófico y, por tanto, a consolidar su identidad. Por supuesto que los motivos generales del antipositivismo excedían el ámbito filosófico y tenían una circulación cultural mucho más amplia, por ejemplo en la literatura y en la historiografía. Sin embargo, ello no impide que en la discursividad filosófica hayan adoptado inflexiones particulares, destinadas en buena medida a otorgar un prestigio y una legitimidad sociales de que no carecían las antedichas disciplinas, por disponer de una tradición más consolidada en el país (remontable, al menos, a la Generación del 37). Finalmente, cabe aclarar que el éxito de tal empresa no ha dependido de criterios objetivos centrados en una idea esencialista de la filosofía, sino en la mera eficacia subjetiva para que un grupo de agentes se reconozcan como integrantes de una misma esfera social y logren el reconocimiento de las demás. En este sentido, aun hoy muchos confiamos en la "existencia" de una comunidad filosófica al interior de la cual nuestras prácticas cobran sentido. En el presente trabajo he tomado dos producciones muy tempranas de dicho proceso identitario, en las que pueden advertirse los primeros ademanes tendientes a vincular la superación del positivismo con una nueva formación disciplinar.

En el primer documento, se tornan visibles las primeras representaciones asociadas a ese movimiento, y que conservarán alguna vigencia por muchos años; quizá mientras dure el proyecto de la “normalidad” filosófica. De acuerdo a su prédica, la renovación espiritual requerida por el estado anacrónico de la cultura nacional sólo podía darse a partir del desarrollo “interno” de la filosofía, en tanto el estudio vocacional y exclusivo de la verdad pura y desinteresada podría elevarla a la universalidad que el mismo positivismo había obturado con su materialismo amoral. De ese modo, la recuperación de un sentido ético y espiritual debía lograrse por el fomento de las disciplinas despreciadas por el cientificismo (la metafísica, la gnoseología y la axiología), las que implicaban, por su propia naturaleza, la impugnación de ese materialismo utilitario. En definitiva, la mera afirmación de tales disciplinas suponía, para el antipositivismo filosófico, el desmantelamiento -aunque sea parcial- del mecanicismo absoluto, ya que las mismas no podían sino apelar a la figura de la personalidad libre. Así, el fomento de esas materias y la recuperación de la personalidad eran parte de un mismo proceso, fundamental para la vida espiritual del país. De allí que la categoría de “personalidad” fuera colocada en el centro de la construcción de un nuevo lenguaje filosófico que produjera aquella descomposición de la matriz positivista. Sin embargo, ya en este manifiesto se vislumbraban las ataduras de esa categoría respecto del concepto que intentaba subvertir, al depositar en el plano axiológico -precisamente aquél ligado a la ética- las esperanzas de una superación positiva.

El segundo documento analizado es quizá el primer intento sistemático por dar forma a ese nuevo lenguaje. Allí se intenta rescatar las dimensiones metafísica, gnoseológica y axiológica de renovación desde el interior mismo de la “psicología biológica”, como un designio ambicioso de combatir al positivismo en su mismo terreno. De esa forma, para poder pensar una biología en la que la especificidad humana no fuera un mero epifenómeno, fue necesario desarticular el mecanicismo dentro del propio paradigma psicologista en que se sustentaba. Tal desarticulación implicaba un corrimiento del sujeto portador de las categorías de subversión (“finalidad” y “valor”, principalmente), desde la personalidad hacia la vida; lo que implicó a su vez un desajuste en la tesis logista por la necesidad de establecer la autonomía del pensamiento en una zona alejada de la competencia humana y, por tanto, mediante un borramiento de la especificidad personal. Se podría decir que de esa manera la vida, ya redefinida, y siendo el instrumento de dislocación del mecanicismo que permitiera la liberación de la personalidad, a su vez la disolvía en el océano de la filogenia telética, convirtiéndose así -si se me permite el lugar común- en la condición tanto de su posibilidad como de su imposibilidad. Sin embargo, si se atiende bien a este movimiento, se advertirá rápidamente que su propio desajuste está ya prefigurado en la decisión inicial: ¿por qué disputar al positivismo el terreno de la biología? ¿Por qué persistir en el paradigma psicologista y no intentar la destrucción del mecanismo directamente desde el suelo logista, que ya supone la autonomía del sujeto humano? Es decir, ¿por qué aceptar las condiciones impuestas por la propia matriz cientificista? La razón es puramente histórica: el antipositivismo, envuelto en la tarea de constituir un nuevo lenguaje filosófico que otorgara identidad al campo emergente, se definía por oposición al positivismo. Las propias representaciones por las que intentaba legitimarse lo demandaban. Esa negatividad obligó a esgrimir el teleologismo ético contra el mecanismo ciego, amoral. Sin embargo, en una posición logista, tampoco hubiera habido lugar para la finalidad y el valor, porque, dentro de esa matriz, vuelven espuria la objetividad configurada por el sujeto trascendental autónomo, cuyo conocimiento demanda una universalidad sin fisuras. Habiendo sido el personalismo antipositivista, al menos en sus versiones iniciales, un lenguaje de oposición, su matriz categorial no podría trascender el paradigma positivista, esto es, el suelo común del psicologismo, sólo dentro del cual el antagonismo de la finalidad y el valor podían volverse eficaces.

Notas

1 Así, por ejemplo, todavía en 1949 una reseña publicada en uno de los órganos principales de la academia filosófica del momento, y que destacaba al Primer Congreso Nacional de Filosofía celebrado ese mismo año en Mendoza como expresión de la madurez y consagración del pensamiento nacional, decía: “Y creemos también oportuna la ocasión, para poner de relieve la deuda de la cultura argentina hacia los estudiosos y pensadores que con su labor actual y pretérita han hecho posible esta realidad a tres decenios escasos de meditación filosófica, iniciada en la reacción contra el limitado positivismo, vigente en nuestro país hasta promediar la segunda década del presente siglo” ("El Primer Congreso Nacional de Filosofía", 1949, p. 60; probablemente redactado por Carlos Astrada). Si bien es cierto que no todas las opiniones han coincidido puntillosamente en considerar al antipositivismo como el origen absoluto de la filosofía en Argentina -ya que se pueden rastrear “antecedentes” a lo largo de todo el siglo XIX e incluso dentro del positivismo-, puede comprobarse un cierto consenso entre los filósofos que de alguna u otra manera se han enmarcado dentro del proyecto de la “normalidad” dominante durante la primera mitad del siglo XX, en torno al salto cualitativo que implicó la superación del positivismo para el definitivo asiento en el país de la verdadera cultura filosófica, entendida como especulación pura, desinteresada y vocacional. Pueden verse variantes de esa percepción en Farré (1958, pp. 162-167), Virasoro (1961, p. 276), Pró (1973, pp. 38-39 y 190-191), Romero (1952, pp. 13-15), Casas (1957, pp. 132-133), Sánchez Reulet (1949, pp. 11-15) y Torchia Estrada (1961, pp. 233-237).

2 Ése es un proceso -fundamental sin dudas, pero insuficiente- descripto en Altamirano y Sarlo (1997, pp. 161-200).

3 Principalmente, puede destacarse la creación de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (1896), la de la Universidad Nacional de La Plata (1905) con sus correspondientes Secciones de Humanidades (Historia, Filosofía, Letras, Pedagogía, que en 1920 se convertirían en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación), y la creciente organización de carreras y materias universitarias vinculadas con la filosofía en las restantes universidades del país, que con el correr de los años tomarían la forma de Facultades e Institutos.

4 Será necesario tener en cuenta, para lo que sigue de este trabajo, que la idea de "pureza" disciplinar o -como diremos más adelante- "desarrollo interno" de la filosofía, en la que se centraba tal identidad social -entendida como un constructo discursivo-, era un ingrediente del horizonte de expectativas en el que se sostenían las demandas de este nuevo sector. Esto no quiere decir que de hecho el trayecto realizado por el antipositivismo filosófico se haya conservado en los límites, siempre difusos e históricos, de una filosofía pura. Ello es algo que impidió la propia disputa con el positivismo, que -como se evidencia en la segunda parte de este trabajo- obligaba a ampliar el debate en el terreno de la psicología y la biología, entre otras tradiciones propias de la cultura científica, y en buena medida recapituladas por el neovitalismo europeo del que bebían nuestros antipositivistas. Es presumible incluso que, en un comienzo, los antipositivistas no percibieran la psicología y la biología, por ejemplo, como materias extra-filosóficas; y ello explicaría que las asignaturas correspondientes tardaran muchos años en egresar de los planes de estudio de las carreras de filosofía: todavía en 1945 -año del retiro de Alberini-, Biología, Psicología y Psicología Experimental y Fisiológica aparecen integrando la Sección de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires (véase el Programa de los cursos de 1945, p. 7). Esta "contaminación" puede ser vista a su vez como una herencia de la propia intervención de la psicología biologista durante los primeros lustros del siglo XX por apropiarse de la “filosofía”, cuando se debatía por conservar su legitimidad frente a los nuevos cambios de orientación [un interesante artículo que toca de cerca estos temas en el contexto de la crisis del positivismo es Rossi (1997)]. La figura más fuerte en este sentido fue sin dudas José Ingenieros, cuyos conceptos de una "filosofía científica" y de una "metafísica de la experiencia" fundaban la vigencia de la filosofía en su continuidad con los resultados de las ciencias particulares (desde los de la físico-química, hasta los de la psicología y la sociología, pasando por los de la biología), determinando sus dominios tradicionales (ética, estética, lógica, derecho, etc.) como ciencias naturales sustentadas en la psicología [véase por ejemplo Ingenieros (1962, T. III, Principios de psicología, especialmente, pp. 11-30)]. En resumen, que la expectativa del antipositivismo estuviera puesta en la liberación de la filosofía como ancillascienciae no significa que su personalismo no estuviera atravesado por esa misma ciencia. Antes bien, el proceso de autonomización por el que se buscaba una nueva identidad social se inscribía también en las disputas concretas trabadas con ese otro, encarnado en las figuras representativas del positivismo, lo que impediría una distinción radical de la filosofía como esfera del saber.

5 En la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, obtuvo el segundo curso de Psicología en 1919 y la titularidad de Introducción a la Filosofía en 1920. Desde los primeros tiempos de la Reforma fue miembro del Consejo Directivo, y alcanzó el decanato en tres oportunidades (1924-1927, 1931-1932 y 1936-1940). Fue el primer profesor y el primer Decano de la Facultad egresado de ella. En La Plata, ocupó la cátedra de Metafísica y Gnoseología a partir de 1923.

6 “Colegio Novecentista” fue el nombre, de inspiración d'orsiana, que se dio una agrupación de jóvenes universitarios, especialmente porteños, disconformes con el perfil cultural heredado de la vieja generación política e intelectual, asociada con el “ochocentismo” y el “positivismo”. Si bien el antipositivismo, como motivo discursivo en ascenso, y la “nueva sensibilidad” en que se inscribe, pueden ser considerados algo anteriores a la fundación del Colegio, acaso sea ésta la primera forma institucional y corporativa que adquiere ese movimiento. Más allá de la trayectoria personal de cada uno de sus miembros, la fundación del Colegio fue vista por los comentaristas de la historia de la filosofía en Argentina como el rasgo más visible de la pregnancia que, en la juventud de aquellos años, tuvieron las prédicas de Korn y Alberini, lo que en definitiva acababa significando el despertar de la conciencia filosófica en las nuevas promociones académicas que, en los años posteriores, protagonizarían la celebrada consolidación de la filosofía como “función normal” de la cultura nacional. Por supuesto que tal percepción forma parte de la construcción de aquellas representaciones “fundacionales” del campo filosófico mentadas en la “Introducción” de este trabajo. Puede constatarse esta función “narrativa” de la figura del Colegio Novecentista, por ejemplo, en Pró (1960, pp. 77-88), Romero (1952, pp. 45-47), Korn (1949, p. 40) o Alberini (1973c, pp. 87-91). Aunque los tres últimos no acaban de dar una descripción muy elogiosa del Colegio, su tratamiento no deja de ser un reconocimiento de su significado histórico al interior de la tradición filosófica argentina. En todo caso, para estos comentarios, sus defectos estuvieron más bien ligados a la desorientación que en estos jóvenes habría producido la lid política -tanto interna como externa al Colegio-, antes que a su prédica inicial. Para un cuadro más amplio de la identidad de esa generación, que muestra cómo la misma excedía el motivo filosófico -en especial, en favor de preocupaciones prácticas-, puede verse Vasquez (2000).

7 Pueden consultarse el texto de este manifiesto y ciertos detalles de las circunstancias que rodearon su discusión en Alberini (1973c, pp. 86-91) y en Pró (1960, pp. 82-87, y las notas 13 y 14). No debe confundirse con el manifiesto original del Colegio publicado en 1917 en su primer Cuaderno, que es de un cariz menos doctrinario y más moderado que el que trabajamos aquí. Según el testimonio de Alberini -algo parcial y autoconsagratorio-, ante la crisis producida al interior del Colegio por la Reforma, los jóvenes integrantes del ala liberal -enfrentados a los católicos- habrían solicitado la intervención de Alberini para que precisara el contenido doctrinal del novecentismo. Debemos suponer que la posterior publicación del manifiesto da cuenta de la aceptación final del escrito por parte de esos jóvenes, lo que no resulta nada extraño teniendo en cuenta la ascendencia de Alberini –y de Korn- sobre ellos. A su vez, la presencia de Tomás Casares -acaso el más prominente de los miembros católicos del Colegio- en la antedicha sesión del 1º de abril parece indicar el efecto de consenso que se esperaba del manifiesto. De este modo, parece plausible otorgar cierta “representatividad” a su contenido discursivo, con el que se articuló retóricamente la identidad del antipositivismo. Para un rico análisis del proceso de fragmentación que sufre el Colegio a partir de las disidencias políticas e ideológicas de sus miembros, puede consultarse Eujanian (2001). En este trabajo se muestra cómo el antipositivismo funcionó como elemento aglutinador de un campo heterogéneo que resultaba más vasto que el estrechamente filosófico. Sobre el carácter negativo y difuso de la identidad del Colegio, véase Vasquez (2000, pp. 65-66).

8 Para los debates en torno al tipo de orientación que debían mantener los estudios y la enseñanza en la Facultad de Filosofía y Letras, puede verse Buchbinder (1997, pp. 32 y ss., 45-50 y 84-87). Siguiendo a este autor, se advierte que desde principios de siglo dichas discusiones -correlativas en buena medida con la disputa contra el positivismo y la tradición pedagógica de los hombres del 80- giraban alrededor de tres ejes binarios: estudios desinteresados versus estudios con orientación profesional, abordaje monográfico versus abordaje generalista o enciclopédico y profesionalización o dedicación exclusiva versus diletantismo. Para los años de la Reforma, se sumará la discusión relativa al contenido de los programas.

9 Para comprobar esta “función nacional” de la filosofía en los antipositivistas, puede consultarse, por ejemplo, Korn (1949, “Filosofía argentina” y “Nuevas bases”; especialmente, pp. 40-41 y 203-204); en el caso de Alberini, es conocida y ha sido retomada su expresión sobre la “tercera dimensión” (la profundidad) que la cultura argentina incorpora con los estudios filosóficos especializados. Véase por ejemplo Alberini (1981, pp. 57-58) y (1973b, pp. 131-132).

10 Como ejemplos, Alberini (1973c, pp. 76-82) y (1981, p. 83). Estos elementos también impregnaban el discurso de los jóvenes novecentistas, como puede verse en Eujanian (2001, especialmente pp. 18-19). Sobre el motivo del diletantismo en el discurso alberiniano de asunción del Decanato en 1924, véase Buchbinder (1997, pp. 99-101).

11 Para poder reconocer este argumento de fondo, puede consultarse un sinnúmero de ejemplos. De tal suerte, escribe Alberini (1981, pp. 124-125): “Podría decirse que los positivistas de mayor envergadura moral realizan una interesante paradoja: profesan, sin saberlo, una metafísica un tanto vaga, inconsciente, por lo común. Si profundizaran en los supuestos tácitos de su propia actitud, descubrirían que están profesando una especie de materialismo filantrópico, sin sospechar que la ética implica la libertad del espíritu, y ya se sabe que esta libertad mal condice con una concepción absolutamente mecánica del universo y de la vida humana. El positivismo, agnóstico en sus intenciones, de hecho tuvo veleidades materialistas. Su santo horror a la metafísica, no ha servido sino para exacerbar los defectos orgánicos de la mentalidad argentina, puesto que contribuyó a deprimir las más profundas y angustiosas preocupaciones del espíritu humano. Creyeron que refutar determinados sistemas metafísicos, implicaba negar el espíritu metafísico. Ignoraron que la inquietud metafísica mantiene enhiesta la actividad del alma y es irremplazable fermento del progreso del saber, inclusive del científico.” Pueden consultarse también Korn (1949, pp. 655, 210-211 y 238), y Alberini (1973b, pp. 107-108, 158-159) y (1973a, pp. 47, 79).

12 Para un cuadro de esa renovación disciplinar en la Facultad porteña, véase Buchbinder (1997, pp. 113-122).

13 “Por el hecho, pues, de aspirar, dentro de las modestias de sus medios, al surgimiento de una cultura nacional rica de universalidad, información amplia, espíritu hondo, austero y progresista, el novecentismo argentino es, ante todo, idealismo militante.” (Alberini, 1973c, p. 89) El Novecentismo “es, por consiguiente, no una actitud dogmáticamente idealista, sino una presunción vehemente de idealismo, que el Colegio, con objeto de garantizar a sus miembros un máximum de libertad doctrinaria, sólo formula en espíritu, es decir, como una aspiración plausible surgida sobre las ruinas del positivismo materialista o energético y de otras filosofías que, consciente o inconscientemente, socavan la personalidad y el mundo de los valores.” (Alberini, 1973c, p. 90).

14 Se trata de una monografía presentada en 1919 para concursar por un cargo docente para la segunda cátedra de Psicología de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Fue publicada originalmente en Humanidades, La Plata, t. I, 1921, pp. 107 y ss. Aquí seguimos la edición vertida en Alberini (1973a, pp. 147-186).

15 En párrafos diferentes, pero cercanos, Alberini (1973a, pp. 148-150) asocia al positivismo -una vez incluido dentro del psicologismo- con el nominalismo primero, y con el realismo ingenuo después. Si bien parece haber compatibilidad entre estas dos clasificaciones tomadas aisladamente, pareciera que mientras la primera podría acomodarse legítimamente a una posición psicologista, no ocurriría prima facie lo mismo con la segunda. Un empirismo ingenuo postularía una relación de derivación transparente y directa entre los datos del mundo exterior y nuestra aprehensión intuitiva, cuya objetividad, aun cuando dicha aprehensión sea organizada de manera nominalista, no debiera verse alterada por parte de algún proceso exógeno a la aprehensión misma y su articulación racional, al menos si el empirismo ingenuo se pretende a sí mismo como una teoría del conocimiento riguroso (lo que lo tornaría propiamente “ingenuo”). Asimismo, también contrasta la caracterización “psicologista” del positivismo en relación con otros trabajos de Alberini (por ejemplo, 1973a, “El problema ético en la filosofía de Bergson” de 1925, pp. 52-53, 61-62; y 1973b, “La interpretación idealista del bergsonismo” de 1919, p. 40), incluso más o menos cercanos en el tiempo, en que dicha escuela es asociada al “intelectualismo”, el que, en tanto postulado de una semejanza analógica entre la estructura metafísica del mundo y la organización lógico-abstracta del conocimiento racional, pareciera identificarse con el logismo. De ser así, la paradoja se reproduciría también al interior de este último par (intelectualismo- logismo), ya que el primero [que según Alberini (1973a, p. 61) remata en el determinismo mecánico] implica la anulación de la personalidad libre, mientras que el segundo, según la “Introducción a la axiogenia”, preservaría a la misma en la autonomía del conocimiento (aunque esta conclusión -como veremos- tampoco se alcanzará sin problemas). Con estas observaciones -y otras del mismo tenor, que formulo más adelante- no pretendo hacer una crítica a las posiciones de Alberini sino mostrar ciertos rasgos retóricos del discurso antipositivista. En efecto, la identificación indiscriminada del positivismo con una paleta no siempre coherente de posiciones y etiquetas teóricas fue un recurso específico mediante el cual era posible, en cada ocasión, definir estratégicamente al enemigo, lo que tornaba más eficaz la crítica. Estoy inclinado a pensar que la presencia habitual y el uso semejante -y a veces indistinto- de este tipo de atribuciones, en el contexto discursivo analizado habilitaban ciertos desplazamientos metonímicos entre estos significantes (positivismo, cientificismo, psicologismo, biologismo, intelectualismo, determinismo, etc.), de modo que resultaba implícitamente admisible reemplazar unos términos por otros, tomando en cuenta sólo aquellos aspectos parciales de sus significados que facilitaban el ataque argumentativo. De todos modos, es de esperar que tal “liviandad semántica” acabe produciendo distorsiones inadvertidas en la propia posición antipositivista, en especial cuando ella depende tanto de la definición del adversario.

16 En este contexto, “empírico” no está tomado en el sentido de “experimental” o “estudio del caso particular”, sino como opuesto a “ideal”. Así, Alberini distingue entre filosofía de los valores, que estudia el “valor ideal” y tiene carácter normativo (deontología) y la axiología, que estudia el valor tal como es en sí mismo; es decir, tal como se da independientemente de la intervención de la razón humana. Pero en este trabajo no se referirá -como podría entonces suponerse- a los valores concretos que han surgido históricamente y a cómo han surgido, sino al proceso general de surgimiento real de los valores a partir del fenómeno vital. Como podemos ver, el suelo psicologista del que pretende partir Alberini ya está decidido en el modo con que aborda disciplinarmente su objeto de estudio.

17 Véase Alberini (1973a, pp. 147-150).

18 Antes que aceptar la equivocidad de la propia noción de “biología”, Alberini (1973a, p. 150) prefiere acusar a sus oponentes de no haber sido fieles a “su biología” o al “espíritu de la biología genética”.

19 Aunque Alberini basa buena parte de su argumentación en la insuficiencia y las contradicciones de las definiciones positivistas de lo psíquico, nunca llega a arriesgar de manera tajante una definición propia; aseverando casi como una verdad obvia la identidad de la psiquis con esta dimensión telética de la vida. También aquí la estrategia retórica consiste en condensar en un término vacío (el indefinido “psiquis”) una serie de ingredientes (finalidad, individualidad y memoria) que no hacen más que contradecir la lógica del mecanicismo achacada al adversario, de modo más o menos similar a como -según vimos- el discurso antipositivista usaba la categoría de “personalidad” en contextos más amplios. Esa condensación no puede más que provocar una equivalencia entre las tres notas por las que se define “psiquis”, de modo que puedan suplementarse entre sí. De ese modo, Alberini (1973a, p. 164) dice: “Hallamos, pues, en la memoria el rasgo más general de la materia viva, y, si bien se mira, es fenómeno idéntico a la finalidad y la individualidad.” Con esta identificación, cada vez que se enfatiza una de esas nociones se supone la eficacia de las otras, de modo que hablar de “finalidad”, por ejemplo, no sólo implica una direccionalidad diferente del cambio (no causal, sino final), sino también su carácter determinado (la “individualidad” por oposición a la dispersión del mecanismo) y su orientación (dada por el contenido hereditario, por oposición a la “ceguera” del mecanismo). Sin dudas, el término beneficiado será el de télesis, que tendrá una presencia cada vez mayor en el argumento, y que siempre contendrá las tres notas, aunque con predominio de la primera.

20 Advirtamos desde ya que el uso que hace Alberini de la noción de “conciencia” y la cuestión de su surgimiento filogenético son muy oscilantes y, por momentos, imprecisos. En varios pasajes dice que no es posible decidir sobre su naturaleza y emergencia (por ejemplo, pp. 172, 174 y 180). Sin embargo, en líneas generales, la conciencia será diferenciada tanto de la psiquis, que es anterior y contiene fenómenos inconscientes, como de la personalidad, que es posterior e implica el agregado de la racionalidad.

21 Véase Alberini (1973a, pp. 150-165).

22 Así, por ejemplo, en un principio, está “lejos de nuestro ánimo negar el aspecto mecánico de la vida. Reconocemos el valor heurístico del mecanismo, pero cumple afirmar también que el punto de vista telético es ineludible.” (Alberini, 1973a, p. 156). Luego: “Pero, dado el fin de este trabajo, ya que es imprudente poner límites a las ciencias, dejaremos la cuestión del mecanicismo. Para nosotros, lo fundamental es esto: los tropismos, a pesar de su posible explicación mecánica, ¿dejarían de ser reacciones teléticas, y, por tanto, de índole psicológica? Ningún mecanicista podría afirmarlo. Es hipótesis perfectamente plausible sostener que aun dentro del mecanicismo cabría la télesis vital y el carácter psicológico de la vida. [...] Es claro que no dejaría de ser un misterio la transfiguración de lo mecánico en teleológico” (p. 161). Y más adelante dirá: “De todo lo dicho, se infiere que la biología mecanicista tiene un programa lícito: estudiar el aspecto inorgánico de la vida. […] Pero eso no lo autoriza a negar que la vida es fundamentalmente teleológica.” (pp. 165-166). También: “sin duda, cabe considerar, y no poco, el factor mecánico. Pero impresiona sobremanera su insuficiencia, pues la vida no es una realidad pasiva frente al ambiente” (p. 167). De este modo, a cada momento se le dejará al mecanicismo un pequeño resquicio de legitimidad científica, aunque manteniendo muchas reservas respecto de sus límites y posibilidades.

23 “La biología mecánica, por el hecho de querer trocar lo orgánico en inorgánico, implica una tentativa para definir la vida sin tener en cuenta el factor psíquico, pues lo psíquico es finalidad. Sin embargo, las definiciones mecánicas de la vida, -me refiero a las más difundidas-, suelen implicar lo que niegan, y cuando no lo implican, ello significa que han abandonado la vida, pues sin duda persisten en el quimérico propósito de forjar una biología sin vida.” (Alberini, 1973a, p. 156; hemos corregido la primera coma, que en nuestra fuente aparece luego de la palabra “hecho”).

24 “Evidentemente, la selección natural no basta para explicar la evolución biológica. Sin negarle importancia a los factores mecánicos, o sea darwinianos y lamarckianos en sus múltiples formas, cumple insistir sobre la insuficiencia de todos ellos. Cabría admitir, -de puro amplios-, que puede explicarse la persistencia de una forma de especie, pero no la aparición de una nueva, y mucho menos la dirección ascendente de la vida o sea la llegada final del hombre, culminando en la personalidad humana” (Alberini, 1973a, p. 167). “La adaptación, entendida a la manera mecanicista, sabe demasiado a espíritu conservador, y a juzgar por los datos de la filogenia, hay en la vida algo más que afán de conservación, y es la tendencia a sobrepujarse. La adaptación mecánica, fundamental, sin duda, es, a pesar de todo, un episodio de la evolución, o mejor dicho, un coadyuvante, pero no lo esencial de la vida misma. Fuera imposible, por lo menos en el estado actual de la biología, comprender cómo factores absolutamente mecánicos puedan explicar el surgimiento, la génesis de la personalidad humana” (p. 168). “La evolución vital obedece a un ritmo de múltiples formas, condicionadas, sin duda, en parte, por el medio, pero está en la índole misma de la vida el que ella evolucione. La tendencia al cambio no es accidental ni simplemente utilitaria. Por más perfecta que fuese la adaptación, lo mismo la vida evolucionaría” (pp. 168-169).

25 Véase Alberini (1973a, pp. 165-171).

26 Notemos de paso la ambigüedad implicada por estas categorías, que pueden aludir tanto a las disciplinas correspondientes como al contenido real que las mismas estudian. En el pasaje donde esa identidad es establecida (p. 166), pareciera tener más peso la segunda acepción. Sin embargo, no olvidemos que en la presentación misma de esta monografía la axiogenia aparecía como un campo de estudios, “un capítulo de la psicología superior que tiene por objeto determinar la génesis de los valores” (p. 147). Esta aclaración cobra significado a la luz de la necesidad, expresada en el manifiesto analizado en la primera parte de este trabajo, de situar el desplazamiento y la superación del positivismo también en un plano disciplinar, en la medida en que una renovación “interna” de la filosofía era la condición para la revitalización de la cultura nacional. Sin embargo, ya mencionamos la dificultad que la propia discusión con el positivismo argentino impuso para poder distinguir el lenguaje filosófico respecto del construido por las ciencias (véase más arriba, la nota nº 4). Quizá éste sea el mejor lugar para remarcar el hecho de que, aunque no haga una alusión explícita, la monografía de Alberini está fuertemente atravesada por el vocabulario de la psicología científica local, cuya influencia disputaba al interior de las cátedras argentinas. Nuevamente, el referente más notorio es José Ingenieros, cuyo método o criterio genético parece penetrar el discurso alberiniano. Aunque en un nivel conceptual la propuesta axiogénica intenta conmover la plataforma transformista por la que ese método supone una total continuidad evolutiva entre los procesos físico-químicos, la materia viva y las funciones psíquicas (al punto que borra toda diferencia cualitativa en favor de la energía), la centralidad de la génesis y el modo como los distintos elementos de la filogenia se articulan a partir de ella recuerdan el uso ingenieriano de la evolución como marco de la interpretación general antes que como conclusión experimental [véase Ingenieros (1962, T. III, Principios de psicología, por ejemplo, pp. 58-64 u 80-90)]. La resonancia que la discusión local tuvo en la redacción de este trabajo parece evidenciarse en el hecho de que Alberini retoma muchos tópicos presentes en la exposición de Ingenieros (relación entre memoria y materia viva, emergencia filogenética de la personalidad, relación entre vida, sensibilidad y conciencia, entre otros) y en que replica su nomenclatura disciplinar: psicogenia, ontogenia, morfogenia, biogenia, etc. Por su parte, el nativo de Alberini: axiogenia, parece desprenderse de un mismo concepto en la organización del saber. La misma oscilación entre continuidad y novedad que comentaremos más adelante podría achacarse a esa pervivencia del criterio genético en Alberini.

27 Esta “aptitud discriminativa” estaría en los estadios más primitivos de la evolución bajo la forma de “sensibilidad trófica” (la presencia de “datos” internos al organismo asociados a las necesidades nutricias), la que ya debe estar supuesta en el surgimiento y constitución de la sensibilidad periférica (es decir, el modo como lo objetivo “exterior” se da al sujeto): “Podemos decir, pues, que el conocimiento trabaja con datos sensoriales periféricos, pero sobre base trófica […]. Por eso, el objeto para un animal, y aún en el hombre mismo, es, máxime tratándose de la humanidad inferior, 'un símbolo del recuerdo trófico'” (p. 176) Más allá de lo curioso de esa “humanidad inferior”, este pasaje sigue indicando que la aparición de la personalidad (que no sería equivalente a conciencia toutcourt), entendida como la facultad racional superior del hombre, significa un salto cualitativo en la filogenia, ya que con ella parece ser posible cierta autonomía respecto del trofismo. En estos asuntos seguirá Alberini a Ramón Turró. Basándose en Müller, en cambio, otro argumento en este punto estará asociado a la naturaleza del sistema nervioso, cuya “energía específica” no transmite cualidades sino sus propios cambios de estado. Ello significa que los efectos sensibles y motrices del proceso neuronal son elaborados internamente. “El nervio sensitivo ha sido creado por la evolución vital en ventaja de la vida. Es, pues, más que un instrumento cognoscitivo, un medio de acción. Funciona bajo incitación endógena. Ello no equivale, en manera alguna, a negar la realidad del estímulo, como hemos visto, sino a concebir el ambiente cual sistema de imágenes teléticamente organizado.” Por regla general, me he abstenido de reponer este tipo de discusiones científicas particulares, de las que está plagado el texto, para hacer menos engorrosa la argumentación y porque, en general, no hacen más que apoyar las tesis principales de Alberini.

28 Véase Alberini (1973a: 171-179).

29 El primer síntoma de ello aparece sucinta e inmediatamente en Alberini (1973a, pp. 179-181), donde intentará, mediante argumentos arbitrarios e inconexos, rescatar la personalidad humana. Allí sostiene el carácter ulterior de la conciencia -que surgiría inicialmente como conciencia del placer y el dolor-, en tanto epifenómeno de la elección vital y del carácter elánico de la evolución. Sin motivos relevantes, esa misma conciencia evolucionaría en personalidad -“conciencia eficiente”- y colaboraría sustancialmente con la adaptación del hombre. Sin embargo, los argumentos en favor de la personalidad parecen insatisfactorios: “Para afirmar el carácter epifenoménico de la conciencia humana, fuera menester valerse de ella, con lo cual la conciencia probaría que 'goza de buena salud'. Si no admitiéramos la realidad de la conciencia, ¿cómo explicar la superioridad del hombre? En definitiva, lo específicamente humano no es determinable sino en función de la personalidad. Sin ella no se puede comprender la potencia adaptativa y evolutiva del hombre” (p. 180). Es de atender que, si en general el estilo argumentativo del texto es intrincado, sobre el tramo final se vuelve francamente esquivo y lleno de contrariedades, lo que puede ser interpretado como producto de las fallas discursivas arriba descriptas.

30 El pasaje continúa así: “El intuicionismo, como cualquier intuicionismo, aún el bergsonismo, no pasa de ser pensamiento que ignora su índole racional, pues la conciencia, por el hecho de serlo, es actividad relacionante, vale decir, juicio, y pedimos a los irracionalistas que nos muestren un juicio sin estructura categórica. Confunden la intuición, proceso racional inconsciente, con una pretendida intuición convertible en criterio de la verdad de sí misma. Ello es una manera dogmática de transfigurar la psicología en gnoseología. Psicologismo puro, pues, y, por ende, escepticismo.” Como vemos, en este punto, arrastrado por la descomposición de su personalismo, Alberini emprende la subversión del otro psicologismo -el de corte vitalista- en que se había apoyado para desplazar al mecanicismo, ya que él lo había conducido, en última instancia, a postergar la personalidad en favor de la vida. Ello se torna patente en la apelación a un “proceso racional inconsciente”, que contradice las distinciones hechas hasta este momento, según las cuales la psiquis prescindía de la razón para generar la evolución. Sin embargo, sólo reenviando lo racional al plano de la inconciencia (y por tanto, de toda la evolución vital), puede afirmar ahora que todo juicio tiene forma categórica y, como veremos, establecer la continuidad entre vida y personalidad. Nuevamente, lejos de ocuparme de las “inconsistencias filosóficas” de Alberini, intento remarcar el estallido conceptual que produce un hecho básico del antipositivismo: la necesidad de definir la propia posición a partir de la negación del adversario, lo que ha llevado a instalar el combate en el suelo común del psicologismo. Los efectos indeseados de éste han condenado al personalismo alberiniano a habitar inestablemente una zona marginal que produce las desarticulaciones descriptas.

31 El valor “es un juicio cuyo predicado es una reacción vital, variante, como se nota, de lo que hemos llamado la transfiguración endógena y telética del estímulo.” (Alberini, 1973a, p. 185).

32 También se expresa así: “La cosa, tal como resulta percibida por el ser, no es sino sistema de juicios organizados por la télesis vital que obra en forma de atención, la cual tiene carácter esencialmente abstractivo.” (p. 184).

33 Véase Alberini (1973a, pp. 181-184).

34 Aunque Alberini parece querer evadirse de las conclusiones radicales de estas nuevas orientaciones, hay que admitir que lo hace sin mucho escándalo. De hecho, sabemos que por aquellos años el filósofo porteño lideraba la recepción de esas nuevas tendencias, como pueden testimoniarlo, por ejemplo, los siguientes trabajos: Alberini (1973b, “Interpretación idealista del bergsonismo”, de 1919, especialmente pp. 64-72) y (1973a, “El pragmatismo”, de 1910).

35 Véase Alberini (1973a, pp. 184-186).

36 Éstas son las líneas finales de la monografía del profesor porteño.

37 Como no podía suceder de otro modo tratándose de un discurso típico de la reacción antipositivista, el momento de restitución de la personalidad acaba expresándose en un movimiento de transición al nivel de los estudios disciplinares. Desde este punto de vista, resultó que la depuración del psicologismo cientificista por un vitalismo telético sólo podía ser un primer paso -transitorio y parcial- hacia la renovación filosófica que requiere la cultura argentina para restituir su sentido ético. Sólo con la consolidación del logismo en ese nivel podía completarse su sentido último: la elevación y dignidad del espíritu humano, autónomo y soberano. Por eso es que en un segundo momento el “idealismo racional móvil” debe reemplazar tanto al realismo ingenuo (empirismo positivista) como al intuicionismo irracionalista (bergsonismo), y la “filosofía de los valores” (deontología racional) a la axiogenia (vitalismo telético).

38 Sin duda, la actuación de Alejandro Korn por aquellos años es un complemento fundamental para comprender el cuadro discursivo del antipositivismo. Sin embargo, mis trabajos en torno a su obra, que aún no han sido publicados, alcanzan conclusiones similares a las presentadas en este artículo.

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Recibido: 4 de febrero de 2013
Publicado: 1 de diciembre de 2014

 

 

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